La catastrófica entrevista del presidente Pedro Castillo en CNN, su declarada intención de consultarle al pueblo una salida al mar a Bolivia, la crisis de Gabinete generada por él mismo al negarle su respaldo al exministro Guillén, favoreciendo la anulación de investigaciones policiales comprometedoras, la designación del estrafalario Héctor Valer como presidente del Consejo de Ministros y las evidencias de asalto generalizado al aparato público, llevaron a su punto más alto el consenso nacional por la salida de este Gobierno. El Comercio planteó entonces la necesidad de que el presidente evaluara su renuncia y periodistas de diversas tendencias se expresaron en sentido parecido.
Sin embargo, una reunión de bancadas de centro y derecha en un hotel fue presentada por un semanario como un complot para planificar la vacancia, lo que fue bien aprovechado por Aníbal Torres para acusar a parte del Congreso de estar urdiendo un “plan secreto para generar un golpe de Estado mediante la vacancia, la acusación constitucional o la renuncia presidencial”.
Esto, pese a que la renuncia o la vacancia del presidente eran ya, como hemos señalado, una demanda muy extendida y un asunto de discusión general. De hecho, una encuesta de Ipsos-América TV había revelado que un 56% de la población demandaba la renuncia del Castillo y un 53% estaba de acuerdo o podría estarlo con la vacancia.
El problema fue que esa ofensiva contra el Congreso conectó perfectamente con la narrativa de muchos analistas de que el Congreso es tan malo como Castillo y que, por lo tanto, lo que correspondía en caso extremo es que “se vayan todos”, convocando a elecciones generales y no solo presidenciales, la receta perfecta para que no se vaya nadie.
Pero esa narrativa es una falacia. El Congreso, sin duda, es presa de intereses particulares –aunque nada en comparación al Congreso anterior–, que se han expresado en uno o dos proyectos de ley lamentables. Pero también ha aprobado importantes leyes en defensa de la Constitución y una muy buena sobre requisitos para los altos cargos públicos. El Gobierno, en cambio, ha asaltado ministerios, organismos reguladores y empresas públicas, degradando severamente la meritocracia y la calidad del Estado y retrocediendo en reformas clave. El proceso de destrucción institucional en curso es obra del Gobierno y no del Parlamento, al que le ha faltado más bien ejercer mayor control político para detenerlo.
Los congresos son impopulares casi por definición. Pero sin Congreso no hay democracia. Pedir su cierre y que se vayan a sus casas es el recurso preferido de los gobernantes populistas y autoritarios, que así construyen su popularidad y eliminan un límite a su poder. Al punto de que la propia encuesta de Ipsos-América TV registra la preferencia por elecciones generales y no solo presidenciales en caso de que renuncien o sean vacados el presidente y la vicepresidenta, pese a que el artículo 134 la Constitución es claro cuando establece que, fuera de la disolución, “no hay otras formas de revocatoria del mandato parlamentario”.
No cabe duda de que la equívoca corriente para que se vayan todos y se convoque a elecciones generales estuvo detrás del pedido de alto al fuego por parte de la presidenta del Congreso, bien correspondido por el premier. La tregua, sin embargo, solo será útil para el país si entraña la salida de los ministros inaceptables y una recomposición de los niveles de idoneidad y meritocracia en el Ejecutivo, junto al abandono definitivo de los planes de cerrar el Congreso y convocar a una asamblea constituyente.
Pero lo único que vemos es el intento del presidente Castillo de recuperar popularidad trepándose al caballito de la seguridad ciudadana con chaleco y látigo, al mismo tiempo que le pide al Congreso adelantar la fecha de la presentación del Gabinete. Sin que se arregle nada.