Si bien la moción de vacancia parece haber perdido algo del aire que tomó de las clandestinas –y ahora prohibidas– reuniones en el pasaje Sarratea, hay varios hechos y personajes alrededor de esa agenda paralela que ameritan una mayor reflexión sobre el poder e influencia en el Estado Peruano.
Por mucho tiempo, desde la izquierda, se ha reclamado que, con las reformas de mercado de los 90, como las privatizaciones y la apertura comercial, surgió una élite económica o un grupo de actores ganadores que “capturó” al Estado. Gracias a las nuevas reglas de juego, sostienen, estos grupos de poder han construido y reforzado su dominación sobre la sociedad a través del financiamiento de campañas, el lobby empresarial y una alianza con una tecnocracia encargada del manejo ortodoxo de la macroeconomía.
Hay casos en nuestra historia reciente en los que élites económicas han flexionado su músculo político para proteger y alentar sus intereses económicos, a través de mecanismos como las puertas giratorias (idas y vueltas del sector privado al sector público) o el control de la agenda. Esto, por no mencionar flagrantes casos de corrupción e ilegalidad. Pero ese argumento coloca al Estado como al “comité ejecutivo de la burguesía” –en palabras de Marx y Engels–, con el problema de que termina soslayando la presencia más discreta, pero no por ello menos eficaz, de intereses con mucha más llegada y acceso a las altas esferas del poder, como hemos visto en días recientes.
El argumento en contra de las puertas giratorias tiene obvios méritos (y remedios nada complicados), pero, al mirar con suspicacia el paso por el sector privado de un profesional, también deja a un lado un pozo fecundo del que el Estado puede abrevar sin que ello implique necesariamente un conflicto de interés. Y, por otro lado, el desarrollo de una capa tecnocrática en varias áreas (o islas, si se quiere) del Estado permitió una relativa institucionalización de la gestión pública.
A comienzos de este año, antes de la elección de Pedro Castillo, advertía Eduardo Dargent (“Y el Estado, ay, siguió muriendo”, El Comercio 2/1/2021) sobre la debilidad del Ejecutivo y también del Estado, “con enormes problemas para gobernar su territorio, brindar servicios, controlar la corrupción y evitar influencias externas indebidas sobre sus decisiones”. Este es un problema con raíces históricas, pero agravado en los últimos años por la inestabilidad política y, sobre todo, por la calidad de los nombramientos, cada vez más decididos por la proximidad a círculos de confianza antes que por criterios de competencia. Y lo reiteró el exministro de Economía Waldo Mendoza en una reciente entrevista en este Diario, que va más allá, poniendo la mira en la calidad de nombramientos que buscan desandar lo poco avanzado en los últimos años.
En el MTC, por ejemplo, como revela una nota publicada ayer de Gladys Pereyra, diez directores y jefes tuvieron un fugaz paso gracias a denuncias periodísticas que revelaron conflictos de interés evidente en uno de los sectores con mayores presupuestos del Estado. Varios otros sectores han visto un retroceso similar.
Esto es algo que trasciende claramente un modelo económico o un gobierno. Pocas cosas han tenido en común los gobiernos de la última década y, sin embargo, las revelaciones de la última semana han servido para demostrar la habilidad (creciente) de ciertos intereses para permear altas instancias del Estado con una facilidad que ya quisieran tener los empresarios con mayor poder económico del país.
Tanto en las reuniones en Breña como en los nombramientos en importantes instancias estatales observamos un deterioro alarmante en el manejo de los recursos públicos, con un Estado cada vez menos capaz de resistir el asedio de agendas particulares sobre el interés nacional.