La creación de un fideicomiso para financiar la inversión en infraestructura fue uno de los anuncios más comentados del extenso discurso de la presidenta Dina Boluarte el pasado 28 de julio. El Estado le transferirá algunos ingresos al fideicomiso, y el fideicomiso emitirá bonos que comprarán los inversionistas. Con esa plata, se puede uno imaginar, tendremos más carreteras, energía limpia, agua y desagüe y banda ancha (sin ironía) en todo el Perú.
Antes de entusiasmarnos demasiado con la idea, tengamos claro que un fideicomiso no es una fuente de financiamiento; es simplemente una manera de garantizar un financiamiento. El financiamiento viene de los inversionistas que compran los bonos. Para que los inversionistas se animen a comprar los bonos tiene que haber una fuente de pago. Esa fuente son los ingresos generados por el mismo proyecto que se financia. Mejor dicho, deberían ser los ingresos generados por el mismo proyecto; de otra manera, estaríamos frente a un endeudamiento público común y corriente. Suponiendo que existen esos ingresos en cantidad y tiempo suficientes para pagar el financiamiento, la siguiente pregunta es cómo les aseguramos a los bonistas que se van a usar justamente para pagarles. Ahí es donde aparece el fideicomiso.
El fideicomiso es una figura legal, una ficción jurídica. La ley permite asignarle a un fideicomiso los ingresos futuros provenientes de una fuente específica y protegerlos contra usos no autorizados. Tiene un administrador que recibe instrucciones precisas sobre el uso de los fondos: tanto para los gastos de operación y mantenimiento, tanto para pagar los bonos, tanto para una reserva y el resto, si sobra, para los accionistas.
No hay, en realidad, ninguna novedad en el anuncio de la presidenta. El fideicomiso se viene usando desde hace 20 años para garantizar el financiamiento de las concesiones de infraestructura. Miles de millones de dólares de inversión se han valido de esta figura. Hay hasta un fideicomiso de fideicomisos. Sedapal, en efecto, tiene un fideicomiso donde se deposita parte de la recaudación por el consumo de agua, que luego se distribuye entre otros fideicomisos que garantizan proyectos específicos, como el trasvase de Huascacocha y la planta de tratamiento de La Chira.
Pero el problema no está en la carpintería legal. El problema está en la generación de ingresos para pagarles a los bonistas. Todo proyecto, público o privado, es una incógnita porque no tiene un historial de demanda que ayude a pronosticar los ingresos futuros. En los proyectos de infraestructura, que dependen de una autorización gubernamental para cobrar una tarifa por el uso, la incertidumbre es mayor. Lo estamos viendo en el caso de los peajes. Esa incertidumbre se ha disipado en la mayoría de casos con la emisión de algún tipo de certificado –los nombres son varios– que obliga al Gobierno Central, de manera incondicional e irrevocable, a poner en los respectivos fideicomisos la diferencia entre lo que hay que pagarles a los bonistas y los ingresos que genera el proyecto.
La principal tarea del Gobierno, si quiere aumentar la inversión en infraestructura con financiamiento privado, es convencer al mundo de que en el Perú los contratos se cumplen. Todo lo demás lo puede dejar en manos de los banqueros y sus abogados.