El mundo ha tardado años, y en algunos casos siglos, para llegar a establecer determinados principios de coexistencia pacífica, y de derecho y bienestar entre estados y entre ciudadanos.
El problema no es que estos principios, muchos de ellos universalmente aceptados, necesiten ser perfeccionados, como toda obra humana. El problema es que sorprendentemente hay quienes no solo los desconocen o rechazan, sino que buscan liquidarlos, con el agravante de que tampoco proponen reemplazarlos por otros supuestamente superiores.
Muchos de estos principios, como que todos somos iguales ante la ley, se han convertido en reglas de oro de convivencia social, política, económica y cultural, de común reconocimiento en la vía constitucional de cada país y universalmente perdurables en el tiempo desde la última posguerra mundial, hace 75 años.
Sin embargo, el hecho de constituir reglas de oro centrales en la vida de las naciones no las libra de las amenazas de la anarquía, la violencia y la autocracia, ni de los procesos retorcidos que persiguen debilitarlas e invalidarlas desde dentro de su naturaleza y funcionamiento.
Se trata de reglas de oro de derechos humanos, como la defensa de la vida, la libertad y la justicia, opuestas a todas las reglas de opresión, persecución y barbarie; reglas de oro democráticas, como la separación de poderes y la alternancia presidencial, opuestas a todas las reglas dictatoriales y totalitarias; y reglas de oro económicas, como las orientadas a crear riqueza para su distribución social, opuestas a todas las reglas corporativistas y mercantilistas alejadas del bienestar común.
Una cosa es que se quiera corregir, afinar y elevar los estándares de calidad de las reglas de oro vigentes. Y otra muy distinta es que ello encubra objetivos subalternos de sacarlas de su real cuadro de valor.
Las reglas de oro de defensa de la vida y de defensa de la dignidad humana son, por ejemplo, de las que menos sentido y acción eficaces tienen hoy en el mundo. La delincuencia común, el crimen organizado, el terrorismo, las guerras internas y externas, y el abuso del poder político y judicial, echan por tierra el papel de los gobiernos y estados en ambas defensas.
Prevalece en la justicia la presunción de la culpabilidad sobre la regla de oro de la presunción de la inocencia, mientras sufre grave deterioro aquel otro precepto de que nadie es culpable mientras no se haya probado su culpabilidad. La justicia distorsiona sus fines: por perseguir personas deja de perseguir el delito. El mecanismo judicial deficiente se convierte, así, en instrumento de impunidad por excelencia frente a cruzadas anticorrupción que, a la corta o a la larga, terminarán incubando absoluciones a causa de procesos mal investigados y mal sentenciados.
La mayor regla de oro de una democracia es su Constitución; es decir, su contrato social de derechos y deberes entre gobernantes y gobernados, entre instituciones y ciudadanos. Lo triste es que las enmiendas ya no salvan una Constitución, por necesarias que estas sean. Hoy en día una Constitución no lo es si no se estira como un chicle, al gusto de una tendencia política dominante; si no se acomoda como almohada de plumas al sueño de un autócrata y si no se interpreta como partitura en sol menor de una banda de circo.
Las reglas de oro de la economía moderna, tan ligadas a la dinámica de lo que cada uno percibe en salario, servicios y bienestar, sufre también de graves embestidas. El manejo técnico de los equilibrios fiscal y monetario cede cada vez más al criterio político. La verdad sacrosanta de que no hay distribución social importante sin un crecimiento económico sostenido del 5% al 7% no forma parte crucial de las agendas gubernamentales.
Hay una generalizada caída de reglas de oro políticas, económicas y culturales en el mundo, pero no hagamos en el Perú que el mal de muchos consuele la precariedad de nuestra suerte institucional y económica.