Una de las conquistas más importantes de la modernidad fue la ampliación y extensión del ocio. Definido como el tiempo libre de una persona, ocurre cuando se deja de estar ocupado en actividades laborales (remuneradas o no), alimentación, higiene, transporte, entre otros. Este avance se debió a una serie interrelacionada de fenómenos, estando entre los más importantes el incremento de la productividad y una creciente conciencia sobre los derechos de los trabajadores.
Entonces, el ocio dejó de ser un asunto exclusivo de las élites para convertirse en una reivindicación central de las clases trabajadoras. Es una plataforma central del desarrollo social con mucho más de un siglo en desarrollo, teniendo como hito la conquista de la jornada de ocho horas.
Revisando el tiempo dedicado al trabajo remunerado en Estados Unidos, por ejemplo, notamos que disminuyó fuertemente a partir del siglo XX (Whaples, 2001). En 1900, un estadounidense promedio trabajaba 60 horas a la semana y hoy se calcula que se encuentra en 35. Reducción que ha permitido que el tiempo de ocio se incremente cuatro veces, hasta las seis horas diarias. Este fenómeno se repite en otros países desarrollados.
De acuerdo con datos de la OCDE (2022), Alemania es el país miembro con menor carga de trabajo remunerado sumando 1.331 horas al año, mientras que México “trabaja más” con 2.124. Es decir, un 60% más que un germano. Sin embargo, cada hora trabajada por un alemán contribuye con US$57 dólares al PBI de su país, mientras que una hora mexicana con solo US$16. En el caso de nuestro país, la Cepal (2019) nos ubicaba como el segundo país latinoamericano –detrás de México– con mayor dedicación con 61,3 horas a la semana de trabajo (remunerado o no). Sin embargo, solo contribuimos US$11 al PBI por hora trabajada, un 45% menos que los charros.
Trabajamos mucho, pero nuestra población gana menos pan sudando más que otras naciones. Sin embargo, según los curiosos estándares de nuestro presidente, no tenemos mucho que temer con respecto a la crisis alimentaria. Declaró hace pocos días que “hoy la hambruna les va a dar solamente a los que no trabajan, a los ociosos. Y como somos un pueblo trabajador yo creo que vamos a ganarle a la hambruna”. Tristes, insensibles e improvisadas declaraciones en un país que –como promedio– el 36,7% de su población sufre de déficit calórico (44,8% rural), 11,5% de desnutrición crónica infantil (24,4% rural) y 38,8% de los niños pequeños tiene anemia (48,7% rural). Sinceramente, no sé quién lo asesora. Nuestro país ya vive un problema de inseguridad alimentaria endémica que sin duda está siendo afectada negativamente por la inflación en alimentos y las escaseces propias de la crisis mundial.
Es claro que la dificultad que enfrentamos no es el número de horas trabajadas, sino cuánto se produce con este esfuerzo. Y la productividad en nuestro país se ha estancado en los últimos diez años. La gran mayoría de nuestra fuerza laboral se encuentra en el sector informal como trabajador independiente o en microempresas en condiciones de poca inversión, sea en capital físico o humano. Los gobiernos en los últimos años han contribuido muy poco a mejorar esta situación. Invertir en la productividad de los que menos tienen podría ser una de las principales maneras de redistribuir y atacar la desigualdad. Y no hay que inventar la pólvora. Mejorando la educación –incluyendo capacitación a adultos–, facilitando el acceso a financiamiento, introduciendo innovaciones, mejorando la infraestructura, son algunas de las principales medidas que aportarían a que el trabajo rinda más y aumente la calidad de vida. Se necesita un Estado promotor y facilitador con una apuesta de mediano a largo plazo.
Mientras, es urgente buscar mecanismos y ejecutar acciones inmediatas para evitar que se agrave la situación alimentaria de vastos sectores. Y ello no va a ocurrir solo con pura chamba o punche. Decir eso no solo es un populismo vacuo sino una grave irresponsabilidad porque en ningún momento señala qué hará el Estado para superar la crisis y proteger a sus ciudadanos.