“El verano en la ciudad es tan solitario. Fui a una protesta solo para frotarme con extraños”. Las palabras son de una canción de Regina Spektor que he recordado estos días. Porque sí, una de las cosas que hemos perdido con este virus es el contacto, solo que esta vez no hay mundo exterior donde encontrar cobijo. El ejemplo más extremo de esta pérdida nos lo brindan, sin duda, aquellos que dan el último adiós a sus seres queridos a través de una pantalla. Pero hay otros casos: ya no hay abrazos a abuelos, palmadas en la espalda a amigos ni roces casuales mientras mantenemos la puerta abierta para un desconocido o le prestamos un lápiz a un compañero.
En un artículo sobre el tacto, el profesor de Berkeley Dacher Keltner escribió: “Una palmada en la espalda, un cariño en el brazo, estos son gestos de todos los días que normalmente damos por sentado […]. Pero después de años inmerso en la ciencia del tacto, puedo decirles que son mucho más profundos de lo que usualmente nos damos cuenta: son nuestro lenguaje primario de la compasión”.
Cómo nos impactan exactamente es algo que viene estudiando hace más de tres décadas la profesora de la Universidad de Miami Tiffany Field. En reseñas publicadas en el 2010 y 2019, ha resumido algunas de las investigaciones sobre el tacto social (que incluyen, por ejemplo, abrazarse y tomarse de las manos), las caricias (que se refieren a la forma más suave de tacto) y la terapia de masajes. Field menciona estudios que encontraron, por ejemplo, que ser tocados por sus madres redujo el estrés en infantes y facilitó el desarrollo de niños y adolescentes, que las caricias disminuyeron sentimientos de rechazo y exclusión, que los toques amables aumentaron las probabilidades de que otros accedieran a distintos pedidos (ir gratis en el transporte público o salir a la pizarra a resolver un problema de matemáticas), y que tocar a otros redujo la presión arterial y el ritmo cardíaco.
“Porque te quiero abrazar más adelante, me distancio ahora”, dijo el presidente el lunes. Y pienso entonces cómo serán los abrazos de mañana, algo imposible de predecir, pero no porque este tipo de cambios no hayan tenido lugar en el pasado. En “El sentido más profundo: una historia cultural del tacto”, Constance Classen recuerda que las plagas de la Edad Media habrían influido en la disminución de la importancia de la relación táctil con los objetos sagrados para la religión, y quizás explicarían también por qué en la Edad Media tardía los besos que se daban a otros fieles en la Iglesia fueron reemplazados por besos a tablas con imágenes de devoción.
Classen sostiene que, sin embargo, son las epidemias del XVII las que estarían detrás de la masificación de la ‘tactofobia’. Cita, por ejemplo, un pasaje de una novela de Daniel Dafoe, basado en testimonios de la gran plaga de Londres de 1665: “Cuando alguien compraba carne en el mercado, no le daban la mano al carnicero, sino que la tomaban de los propios ganchos. El carnicero no tocaba el dinero, sino que lo ponía en un pomo con vinagre”. Classen también menciona un texto del cronista milanés Giuseppe Ripamonti, que menciona episodios durante la plaga de Milán del siglo XVII motivados por el miedo al contagio, como el de tres franceses que fueron llevados a prisión por tocar el mármol de una Iglesia.
Es cierto que, antes del coronavirus, la manera en la que tocamos ya venía cambiando. Pensemos, por ejemplo, en el efecto que ha tenido para nuestro contacto con otros la proliferación de las pantallas de todos los tamaños. O los cambios extendidos que ha traído la necesidad de ser cada vez más cuidadosos con tocar a otros de formas que puedan hacerlos sentir incómodos. El que podamos entender y estar de acuerdo con las razones detrás de estos cambios culturales no evita reconocer los efectos colaterales de perder toques amigables.
No sé por cuánto tiempo la gente seguirá cruzando la pista para evitar caminar muy cerca de otros. Ni si volveremos a pensar en los abrazos como manera normal de saludar a nuestros amigos. Ni si la forma en la que hemos comenzado a evitar a toda costa rozar a extraños ha venido para quedarse. Lo que sí creo es que nuestra generación nunca más dará por sentado la capacidad de tocar a otros y ser tocados.
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