Ante la inminente aprobación por insistencia de la ley que busca que un referéndum para la reforma total o parcial de la Constitución pase también por el Congreso, en línea con lo afirmado por el artículo 206 de la misma, la discusión en torno de un presunto momento constituyente vuelve al ruedo.
Personalmente, no veo la necesidad de entrar a un proceso constituyente. No porque crea que no haya nada que cambiar, sino porque creo que las reformas que necesitamos no requieren de un nuevo marco legal (en un país informal donde las leyes apenas se cumplen). Además, sin partidos políticos con una visión de país y capaces de canalizar demandas y filtrar potenciales candidatos, estoy seguro de que una eventual asamblea constituyente caería fácilmente en las manos de los intereses particulares (soy generoso con la descripción) que hemos visto dominar al Congreso en sus últimas composiciones. Y más aún si la selección parcial de sus miembros queda en manos del gobierno actual, como han sugerido en más de una ocasión.
En ese sentido, discrepo con los interesantes puntos que levantó Roger Merino en un artículo publicado en “Revista Ideele” en diciembre del 2020. Entre otras cosas, estoy más inclinado a pensar que la crisis política que vivimos no es producto del diseño constitucional, sino de la voluntad de los actores, y lo último que necesitamos es que el elenco actual sea el encargado de escribir una nueva Constitución. Es difícil ver una renovación política en movimientos sociales o juveniles existentes y, sobre todo, pensar que existe una “coalición reformadora exitosa”, al menos por ahora.
De ahí mi preocupación por ver que el tema esté en agenda, tanto por aquellos en campaña por una asamblea constituyente como, en especial, por los que intentan esgrimir una respuesta, pues al hacerlo, de tanto subrayar el asunto, pueden darle a este gobierno la oportunidad de levantar una bandera polarizante que no necesariamente refleje el sentir popular. Como hacen en Perú Libre cada vez que, falsamente, señalan que, dado que la “mitad” del país votó por Pedro Castillo en la segunda vuelta, entonces hay un mandato popular por una nueva Constitución.
Y es una bandera atractiva para un gobierno sin norte y con su popularidad en caída. Como Vizcarra luego de sus primeros seis meses, Castillo podría antagonizar a un Congreso obstruccionista opuesto al referéndum. En el horizonte, solo veo el simbolismo de la convocatoria a una constituyente como capaz de devolverle el ímpetu que mostró en su campaña electoral. Y, especialmente, las posibilidades que tiene el tema de convertirse en un nuevo eje o clivaje que vuelva a partir en dos al electorado, como sucedió en la segunda vuelta.
Es difícil observar en los distintos y frecuentes barómetros de la opinión pública una auténtica demanda constituyente. Sí es preocupante ver los niveles de desaprobación de la gran mayoría de actores políticos, en todo el espectro, porque eso alimenta la posibilidad de una crisis política que desborde los canales institucionales y que nos lleve, sin querer, a un proceso constituyente espontáneo, desarticulado y probablemente fallido.
Si lo que dice Roger Merino es cierto (escrito antes de la llegada al poder de Perú Libre y al calor de las marchas de noviembre del 2020) y hay una demanda embalsada e incontenible por un nuevo texto constitucional, no hay ley o sentencia que la aguante. Pero los resultados electorales del 2021, las encuestas y las calles parecen reflejar lo contrario por ahora, y la bandera está siendo básicamente izada por un grupo que ha confesado haberse encontrado con el poder de casualidad y que quisiera quedarse con él siguiendo una ruta autoritaria con trágicos precedentes en la región.