El Ejecutivo enfrenta una nueva crisis. Como si los retos que plantean la pandemia y la reactivación económica –además de la creciente conflictividad social y el deterioro en las expectativas ciudadanas– no fueran suficientes desafíos, se ha creado una justificada controversia en torno de los cambios en las Fuerzas Armadas. El tema no es menor y, lamentablemente, evidencia un patrón que debería corregirse con prontitud y decisión.
Entre los progresos institucionales de los últimos años se cuenta el comportamiento democrático que ha exhibido el mundo castrense, algo que contrasta con lo sucedido en décadas previas. Este rol, sin embargo, no las ha privado de tener un innegable peso político.
Como bien señala Omar Awapara, las Fuerzas Armadas han dejado de ser deliberantes –como lo fueron durante la mayor parte del siglo XX– para pasar a ser dirimentes (El Comercio, 10/11/2021), como lo evidenciaron los sucesos de setiembre del 2019 (disolución del Congreso por parte del presidente Martín Vizcarra) y noviembre del 2020 (vacancia de Vizcarra, y posterior y forzada renuncia del breve Manuel Merino), cuando los actores políticos recurrieron a los cuarteles en búsqueda de apoyo. Una foto o una llamada eran recursos de los que se echaba mano, sin pensar en los desenlaces que podrían darse.
Debe recordarse, además, que el respaldo ciudadano a las Fuerzas Armadas en el Perú es alto, si se compara con el de otras instituciones. Para el 2019, el Latin American Public Opinion Project de la Universidad de Vanderbilt (Lapop) reportaba una confianza del 58,7%, muy por encima del presidente (43,4%; Vizcarra era muy popular en esos tiempos) y del siempre relegado Congreso (20,9%; entonces cargando varios pasivos). Esta buena posición en la opinión pública puede graficar la sensibilidad que tiene su manoseo.
Es la segunda vez que el gobierno de Pedro Castillo enfrenta una crisis con el mundo militar. Lo hace dotado del concurso de Walter Ayala, un ministro que llegó con poco conocimiento sobre este sensible sector y que no ha podido gestionarlo adecuadamente. El incidente que comprometió al breve canciller Héctor Béjar, que involucró a la Marina, terminó con su rápida salida.
La partida de Ayala está tardando, pero lo más probable es que tenga los días contados, sea por acción del Legislativo (a través de una censura) o de un dubitativo mandatario, que tiene la voluntad del ministro por irse desde el lunes 8 de noviembre. Al cierre de esta columna, se desconocía el futuro del ministro. De ser removido, la identidad de su sucesor será clave para identificar hacia dónde va el Ejecutivo: si gana espacio en el Gabinete la primera ministra Mirtha Vásquez o si algún otro actor cobra fuerza ante el creciente distanciamiento del ala dura de Perú Libre.
Lo peor de la crisis sobre los ascensos en las Fuerzas Armadas es que evidencia un comportamiento tóxico en cuanto a la institucionalidad del país en su conjunto, al ponerla por debajo de intereses particulares. Este hecho avizora un legado complicado y anuncia tiempos complejos en el debilitado equilibrio político. El desenlace solo se conocerá conforme la información se vaya acumulando y bien podría estar animando una crisis presidencial de consecuencias mayores. Difícilmente, el balance presentando por el presidente ayer en Ayacucho ponga la crisis en segundo plano.
Así pues, el desorden generado en torno de los ascensos militares recuerda a personajes de las viejas y recordadas jornadas humorísticas de la televisión peruana de la década de 1980. El apellido Pacheco hoy se refiere a un secretario y no a un guachimán y el influyente doctor Chantada –al que siempre se refería con frecuencia Alex Valle– parece haber sido reemplazado por un atribulado profesor.