El 26 de setiembre de 1960 se televisó el primer debate político de la historia. Este fue visto por setenta millones de espectadores, lo que hace suponer que fue un evento grupal, familiar y que seguro causó aglomeraciones fuera de los negocios. Richard Nixon se sentía más experimentado en política y sin mucha fe en la pantalla, por lo que se negó a usar maquillaje. Todo lo contrario del joven y carismático John F. Kennedy, que trabajó su imagen premunida de sonrisa, su presencia ante las nuevas cámaras y su forma de tener las ideas sistemáticamente ordenadas mediante fichas. Luego del debate, el resultado de las encuestas fue peculiar: en sondeos que se hicieron entre los estadounidenses se acreditó que quienes habían oído el debate por radio consideraban que Nixon había ganado y quienes habían sido deslumbrados por la televisión, daban por ganador al telegénico Kennedy. La televisión no era nueva, pero recién se metía de lleno en las carreras políticas, llevando a los candidatos al dormitorio de los votantes.
Algo parecido pasó en el 2008 cuando Barack Obama irrumpió en las redes sociales con una campaña espectacular que no reemplazó a la campaña en el terreno, sino que la complementó. Con sitios webs fáciles de acceder y comprender, se logró que los simpatizantes se agruparan según sus preferencias, organizaran sus propios blogs para compartir emociones y experiencias, y se les motivó a hacer campaña y recabar fondos para la misma. Se logró la sensación que el Internet presentaba espacios horizontales para los simpatizantes, donde ellos tuvieran parte activa. Mientras tanto, Obama usaba toda plataforma posible, como Facebook o YouTube, para enviar mensajes directos a sus seguidores, generando una cercanía nunca antes vista.
En Perú, hasta antes de estas elecciones, la arena pública, el mitin político y los grandes discursos eran el plato fuerte de las campañas. Veíamos con más frecuencia a los candidatos y candidatas navegar ríos, subir cerros, bailar y comer parados lo que se les ofrecía. En parte, había una vocación de ver al equilibrista cometer un error público y caer, o hacer un comentario irónico y subir. Valgan verdades, hemos convertido la campaña política en una condensación del tipo de programas que más consumimos: hay de comedia, de melodrama y, sobre todo, de chisme.
Hoy nos encontramos ante esas raras elecciones que de alguna forma marcan el preámbulo de un mundo que será cada vez más virtual, con o sin epidemias. Aun así, la radio ha mostrado su indestructible poder, especialmente en las zonas rurales, pero hemos ido perdiendo paulatinamente el cara a cara con los candidatos. Lo que más me sorprende es que, lejos de desaparecer, la campaña clásica política se ha diluido en todos los rincones de la televisión, la radio y las redes sociales, reforzando de manera radical dos de los métodos clásicos que el ser humano ha usado como formas de detentar el poder: el uso sistematizado de símbolos y la narración de historias. El desgano y la frustración con los políticos ha exacerbado nuestra sed de convertir a los candidatos en símbolos a partir de las historias de vida de cada uno o de las narrativas de sus proyectos. Una característica de esta campaña exclusivamente mediática es que no sabemos desde dónde vienen los narradores; si lo que hacen es apoyar a sus candidatos o sembrar el miedo hacia los contrincantes. Lo que nos queda claro es que, ante unos votantes ya agotados, esta elección se guía por la carga emocional.
Sin embargo, esto no es nuevo. El historiador Heródoto sostenía que el político y estratega griego Arístides era el hombre más justo de todo Atenas, pero aun con esa fama, tuvo que enfrentar oponentes políticos que lo veían como amenazante y querían largarlo de la polis en el así llamado ostracismo. Plutarco cuenta que hacia el 480 a. C., Arístides asistió a las votaciones donde decidirían su suerte. Es ahí que un campesino, sin reconocerlo, le pide ayuda para escribir “su decisión en su voto”. Con sorpresa, observó que el voto estaba dirigido para que él se fuera de Atenas. Confundido, Arístides le preguntó cándidamente a su interlocutor las razones de su decisión. El campesino respondió que ni siquiera conocía a Arístides, solo que estaba cansado de escuchar que siempre se le llamaba “el justo” y eso hacía que le cayese antipático. Arístides cumplió la voluntad del campesino y luego alistó sus cosas para dejar Atenas. Hasta el día de hoy no se sabe si Plutarco recogió una anécdota real o si lo que llegó a sus oídos fue una suerte de propaganda política que buscaba enaltecer a Arístides “el justo”. Han pasado exactamente dos mil quinientos años y la democracia sigue siendo una danza emocional, a cargo de nosotros, un grupo humano, demasiado humano.