Al margen de lo que diga el JNE en los siguientes días, ya hay algo cierto: la mitad del país eligió una alternativa política con una visión económica radicalmente diferente a la actual. Entre quienes pensamos que las propuestas de Perú Libre pueden ser muy peligrosas para la institucionalidad y la viabilidad económica, el hecho que uno de cada dos ciudadanos no lo haya visto así –o no haya esto pesado suficiente en su decisión– debe llamar a un ejercicio de reflexión y de humildad.
Es cierto que el Perú entró al proceso electoral en circunstancias que distorsionaron el escenario. En una suerte de tormenta perfecta, la enorme volatilidad política reciente –indiscutiblemente la mayor de, por lo menos, 20 años– empalmó con una crisis sanitaria y económica que costó miles de vida y que contrajo el PBI en proporciones que no se veían desde los ochenta. Y en ese contexto es que tocó llamar a elecciones. Quedará para los aficionados a la historia contrafactual especular qué podría haber sucedido con las elecciones del 2021 si la crisis política no se encontraba con el COVID-19 cuando se llevaron a cabo.
Pero justificar los resultados en la mala suerte es la salida fácil y de quitar cuerpo. Hay razones de fondo que no pueden ignorarse. A riesgo de simplificar de más un asunto complejo, sugiero que hay tres temas obvios que han contribuido tremendamente a que el pedido de ruptura con el sistema se manifieste en las urnas.
El primero es el lamentable avance de los servicios públicos “garantizados” por el aparato estatal. La fuerza de la costumbre de décadas ha adormecido en la mayoría la indignación que deberían suscitar la falta de agua, caminos, seguridad, justicia, educación decente, salud adecuada y un largo etcétera en un país de ingresos medios como el Perú. Y en quienes no se adormeció, se reemplazó por una cuota de cinismo. La situación de fondo no es casualidad: el sistema de inversión pública funciona mal, el servicio civil es de los más débiles de la región, y la descentralización mal entendida ha tornado un país difícil en uno casi ingobernable. Y, por encima de todo eso, no se halla voluntad política para romper la inercia. ¿Cómo no protestar enérgicamente contra esto?
Lo segundo es el colapso del sistema partidario. Ninguna democracia puede pretender estabilidad y opciones políticas moderadas cuando sus partidos son entidades vacías que no valen mucho más que el caudillo o que unos cuantos papeles que dicen que existe esa organización. Si el sistema democrático debe arrojar resultados de consenso y ancha base, entonces el peruano demostró su precariedad cuando los candidatos que pasaron a segunda vuelta no lograron –sumados los votos de ambos– ni el 20% de las preferencias de los electores hábiles. Con esa valla tan baja, no hace falta mucha moderación ni amplitud para tener una chance real a la presidencia, basta un poco de suerte. Más que construir consensos políticos, las elecciones peruanas equivalen a tirar los dados.
Finalmente, el tercer ingrediente del cóctel explosivo ha sido la narrativa y la promesa de un pacto social diferente. Tampoco debería sorprender. Las demandas económicas son todavía muchas y la inclusión de la gran mayoría, real pero incipiente. Al mismo tiempo, nunca se hicieron esfuerzos de fondo para darle legitimidad social verdadera a las políticas que permiten crecimiento, haciéndolas más inclusivas o explicándolas. Datos objetivos de caída en la pobreza y desigualdad jamás fueron suficientes para pelear contra las falsas pero efectivas historias de suma cero, en las que la prosperidad de uno es siempre la pobreza de otro. Ese esfuerzo le correspondía, pensábamos, a alguien más.
Al margen de quién ocupe la presidencia, la llamada de atención de la mitad del Perú sobre estos tres temas no puede sonar ya más claro ni más fuerte.