Un extraño fenómeno parece haber atacado a un sector importante del electorado que, por algún motivo desconocido, ha sufrido una grave pérdida de memoria luego de la primera vuelta. Su condición es altamente contagiosa y los expertos temen que dañe aún más los cimientos de nuestra ya frágil democracia.
Es fácil reconocer a los infectados y seguramente, estimado lector, usted conoce a más de uno o, muy probablemente, también se reconozca como uno de ellos. Todos se caracterizan por hacer una promoción apasionada del candidato o candidata por el que piensan votar en segunda vuelta, aunque, claramente, casi ninguno los eligió en primera y, en esa instancia, no tenían reparos en decir abiertamente que los repudiaban.
Lo trágico de la condición que hoy los afecta es que parece haber bloqueado su espíritu crítico y son únicamente capaces de repartir elogios hacia aquellos que, hace poco más de un mes, despreciaban.
Otro síntoma común es el odio, visceral, incontrolable, hacia el que no piensa votar como ellos. No importa si trata de un amigo de toda la vida, de un primo, un sobrino o la mamá; si se encuentra en la otra orilla, será tildado de ignorante, de no querer a su país o de corrupto.
Por supuesto, los principales receptores de esa ira irracional son los inmunes a esta pandemia politiquera, los llamados tibios. Se les desprecia en privado y se les insulta en las redes sociales. Se cuestiona que cuestionen, se critica que critiquen. Se espera que se unan a alguno de los dos bandos sin reservas. Y que lo hagan ahora, ayer. Exigirles cambios a los dos males a los que nos enfrentamos se ha convertido en tabú.
Los candidatos presidenciales parecen haberse contagiado de esta aversión. En lugar de, como es común en las segundas vueltas, tratar de conquistar a los votantes que no los eligieron como primera opción, ambos contendientes parecen empecinados en obligar a los ciudadanos indecisos a orillarse a alguno de los dos extremos.
Clara muestra de ello es la falta de diversidad con la que Keiko Fujimori y Pedro Castillo han seleccionado a sus equipos técnicos. En el caso de la primera, su convocatoria está plagada de personajes que merodearon el poder en el fútil gobierno de Manuel Merino y se volvieron tristemente famosos en el gobierno de su padre, Alberto Fujimori. En el caso del segundo, no ha podido convocar cuadros fuera de la izquierda.
Otro ejemplo del poco interés por el voto moderado es el discurso que mantienen ambos candidatos. Declaraciones del tipo ‘las esterilizaciones forzadas fueron planificación familiar’ o la tibieza con la que Castillo disque deslindó de las ideas autoritarias de Guillermo Bermejo son una clara muestra de que el foco no está en conquistar nuevos votantes, sino en radicalizar el apoyo de los existentes.
En medio de esta vorágine polarizante, los tibios parecen ser los únicos que mantienen la cordura. Mientras la mayoría los ataca, son en realidad el tipo de votantes que nuestra democracia necesita. Los tibios aún no han decidido su voto porque mantienen la conciencia de que ambos candidatos son pésimos y que para convertirse en el mal menor tienen que hacer concesiones a la ciudadanía. La tarea de la tibieza está, justamente, en moderar a los extremos, porque no importa quién gane, el país necesita un mejor gobierno del que están ofreciendo hasta el momento. Hacerle barra irrestricta a cualquiera de los dos candidatos solo porque el otro nos parece peor, nos condena a conformarnos con la oferta actual. Una oferta que, dicho sea de paso, una ínfima minoría eligió en primera vuelta y que, de llegar al poder en su estado puro, nos condenará a cinco años de una polarización tan tirante que, probablemente, termine por quebrar los débiles cimientos que mantienen a nuestra democracia en pie.