“… mientras no tenga el poder de mi libertad seguiré viviendo presa en un cuerpo que se está deteriorando cada minuto y que me atará a mi cama conectada las 24 horas al respirador”.
El sábado en Somos, el periodista Juan Carlos Fangacio contaba la historia de Ana Estrada. Ana es una psicóloga de 42 años, que hace treinta años comenzó a mostrar síntomas de polimiositis, una enfermedad degenerativa que hoy ya ha paralizado casi todos sus músculos. La libertad que anhela es la de poder elegir la muerte.
Lo que está en juego en el suicidio asistido y en la eutanasia (que se diferencian en si es el propio individuo o el doctor quien administra la dosis fatal) es una de las preguntas más elementales de nuestra existencia: ¿a quién le pertenece nuestra vida?
Para algunos será obvio que cada quien es dueño de su vida. Para otros tantos, sin embargo, la respuesta evidente será otra, Dios.
No puedo pretender aquí saber cuál de las dos es la opción correcta. Pero lo que es poco probable es que alguien conteste que el dueño es el Estado. Y aun así, esto es cierto en el Perú; porque, con las leyes actuales, el Estado no permite el acceso a esta figura. Nos quita el poder de decidir nuestra muerte y, con ello, de decidir si creemos que la vida es nuestra para quitárnosla o si esto último es solo prerrogativa divina.
Podemos pensar que es por todo lo anterior que en algunos países, pocos pero en aumento, se regula alguna forma de suicidio asistido o eutanasia. Entre ellos se encuentran Bélgica, Holanda, Suiza, Canadá y Colombia. En el Perú, este es un tema que cada cierto tiempo aparece en el debate nacional. Lo hizo, por ejemplo, en el 2015, cuando se presentó un proyecto de ley para reglamentarlo.
De hecho, fue con ocasión de ese proyecto que Ipsos realizó una encuesta, donde 51% de limeños dijo estar de acuerdo con la eutanasia allí donde se tratara de enfermos terminales que conservaran sus capacidades mentales. En cambio, solo 39% aceptaría que esta se permitiese independientemente de si se tratara de una enfermedad terminal o no.
El congresista Alberto de Belaunde, declarando en Somos, ha asegurado que el tema está en estudio, y que su bancada sigue de cerca el debate actual en el Parlamento chileno. Lo cierto es que, si algo indican los resultados de la encuesta previa, parece haber apoyo de la población para discutir esta figura. Lo fundamental estaría, sin embargo, en los detalles de la regulación.
Un asunto clave es a quién se le daría esta opción. Muchos temen abrir la puerta, porque consideran que es un caso de lo que en inglés se llama ‘slippery slope’: la idea de que si permitimos una acción determinada, a esta le seguiría la legalización de supuestos mucho más amplios. El miedo en este caso sería que si los individuos con una enfermedad terminal logran acceder a la muerte asistida, pronto cualquier persona sin ganas de vivir, aunque sana, podrá también hacerlo.
Se trata, por supuesto, de una falacia, pero de una que advierte ya un asunto esencial: la importancia de que la eventual regulación deje claros los requisitos. ¿Es necesario que se trate de alguien con una enfermedad terminal? ¿Estaremos de acuerdo en que sea un individuo con una condición degenerativa e irreversible? ¿Permitiremos, como en Holanda, que también se incluyan excepcionalmente algunos casos psiquiátricos?
Al menos igual de complicado, desde un punto de vista ético, parece ser otro asunto: la posibilidad de decidir la eutanasia “por adelantado”. Es decir, poder decidir que mi voluntad de hoy valga más que la de más adelante, cuando mi raciocinio quizás esté reducido. El mes pasado, “The Guardian” reportaba que se está preparando el primer caso de mala praxis en Holanda, que involucra a una mujer con demencia que le había pedido a sus doctores que terminaran con su vida cuando el momento fuera correcto. Una vez que –de acuerdo a su médico– llegó este tiempo, ella se resistió, pero él de todas formas le administró la inyección letal. Precisamente para evitar ese tipo de circunstancias, países como Canadá dictaminan que la decisión deba tomarse en el momento, y no pueda ser postergada.
El tema es sin duda complejo, y haríamos mal en tratar de pintarlo de otra forma. Pero lo cierto es que lo anterior no excusa quitarle a los individuos el poder de decisión. Y no excusa que Ana hoy no pueda elegir morir. Mejor dicho, que no pueda tal vez elegir morir. Porque ella, nos cuenta hoy en su blog, no sabe si decidiría hacerlo. Solo sabe que tener esa posibilidad le permitiría, más bien, estar tranquila para vivir.