“Pienso a menudo qué pasaría si uno comenzara a vivir de nuevo y en plena conciencia”, señaló el escritor y dramaturgo ruso Antón Chéjov. Si una vida “la que hemos vivido, fuera algo así como un borrador y la otra la versión definitiva […] cada uno trataría de no repetirse a sí mismo” y, en consecuencia, se crearía “una manera distinta de vivir”. Luego de observar el epílogo de una administración cuyo presidente incluso afirmó no recordar el texto de la proclama golpista que lo llevó a la vacancia y posteriormente a prisión, me acordé de esta frase del autor de “El jardín de los cerezos”, que utilicé como epígrafe de mi libro “Forjando la Nación”. Ahí exploré, hace más de dos décadas, desde la dramática caída del Protectorado, que abrió las puertas a la instalación de la primera asamblea constituyente de la república, hasta la vida y obra de Abraham Valdelomar, pasando por el notable periplo de Juan Bustamante, que terminó sus días viendo morir quemados a los indios por cuyos derechos ciudadanos incesantemente luchó. La mayoría de las historias que conté en esa oportunidad ocurrieron en una etapa de violencia extrema y rapacidad incontrolable, en la que la vida, especialmente la de los más humildes, carecía de valor.
No muy diferente, por cierto, a los tiempos de descalabro institucional, implosión estatal y justas demandas sociales irresueltas que nos ha tocado vivir. En estos tiempos de peste política, por ausencia de un proyecto nacional y de una ética pública que lo guíe, las relaciones entre peruanos están profundamente fracturadas. Es por ello que el insulto, la calumnia, el maltrato, la muerte a sangre fría e incluso la violación de mujeres y niños, son el pan de cada día a lo largo y ancho de nuestra polarizada y desgarrada república.
Mientras los expertos proponen reformas políticas que permitan fortalecer la institucionalidad y, además, vacunarnos contra el mal endémico de una corrupción que se roba nuestro presente y futuro, me gustaría discutir dos conceptos que pueden servir de insumo para imaginar una sociabilidad que, con todas nuestras diferencias, logre unirnos en una mirada colectiva sobre el presente y futuro del Perú.
Ahora que las palabras, el orden constitucional e incluso la Presidencia de la República se han degradado a niveles nunca vistos es bueno discutir conceptos que como integridad y civilidad pueden servir de inspiración para un diálogo alturado que nos ayude a salir del pantano donde nos encontramos. En su libro “Integridad”, Stephen Carter señala la importancia de una categoría que obliga a pensar sobre la condición humana y los retos de la convivencia social. Para contextualizar el análisis, Carter nos advierte sobre las consecuencias que los intereses personales sin freno tienen sobre las relaciones humanas y para ello plantea la importancia de la integridad, que implica una serie de acciones cotidianas muy concretas. Entre ellas, el ejercicio de discernir lo bueno de lo malo y la valentía de enunciarlo públicamente, así la mayoría no esté de acuerdo. La responsabilidad personal es fundamental para lograr una personalidad integrada, así como también la convicción para defender decisiones que apunten al fortalecimiento del bien común.
La integridad es mucho más que honestidad y por ello demanda de acciones muy puntuales que se complementan con otro concepto discutido por Carter en su libro sobre la civilidad. Esta noción no solo se refiere a las buenas maneras, sino a la multiplicidad de pequeños sacrificios personales que hacemos de nuestro individualismo para embarcarnos en una vida en común. En un mundo como el nuestro, en el que el individualismo radical ha impuesto sus reglas brutales, la civilidad permite acercarnos al otro con un sentimiento de asombro y gratitud y de ahí la necesidad de sacrificar el ego que perturba el encuentro. Carter critica tanto a los liberales como a los conservadores por desestimar esta virtud cívica que, siguiendo a otros teóricos, como el caso del economista y filósofo E.F. Schumacher, nace del “ojo del corazón”. Ahora que vamos descubriendo los terribles efectos que ha dejado el COVID-19 en nuestras mentes y corazones, sería bueno regresar a una conversación franca sobre ello y de las estrategias para curarnos como sociedad: escuchándonos, respetándonos y valorando todo lo bueno que hemos recibido de un país que requiere un cambio político, socioeconómico, además de moral y emocional.