El Ta Hsüeh (Gran Saber), texto antiquísimo de la China, dice que el recto pensar presupone la ampliación creciente y al cabo máxima del conocimiento, y que esta ampliación se logra por la investigación de las cosas.
Quien realmente no sabe una cosa, pero cree saberla, cierra con su presunto saber, como señala justamente Ortega y Gasset, el poro de su mente por donde podría penetrar la auténtica verdad. André Bretón, por ejemplo, creyó alguna vez saber lo que en realidad no sabía y cometió por eso una estupidez.
Cuando Marcelino de Sautuola ingresó en la cueva de Altamira, en 1879, acompañado de su hijita María, ésta fue la primera en ver las pinturas que decoraban el techo.
“¡Papá, toros!”, exclamó María, señalándole a su padre las representaciones rupestres.
Después hubo de tocarlas Sautuola y comprobó que la pintura parecía grasa y se adhería a los dedos. El frescor de las pinturas rupestres, originado por lo que los espeleólogos llaman causas humidificantes, acarrea menudos problemas de conservación a los especialistas.
Pues bien: en 1952, uno de los visitantes de las cuevas de Pech-Merle fue nada menos que André Bretón, “Sumo Pontífice del Suprarrealismo” y “Gran Inquisidor” (así le han dicho).
El alcalde del lugar, deseoso de atraer turistas, había instalado un bar cerca de las cuevas, y con música de jazz, para que la ambientación fuera mejor.
Bretón, que dudaba de la autenticidad de dichas pinturas, contempló la de un mamut y díjose seguramente para sus adentros que el tal mamut no podía ser obra de un hipotético artista cavernícola, sino más bien la de algún pintorzuelo que trabajaba en connivencia con el gerente del negocio.
Y para convencerse del presunto fraude, Bretón pasó el dedo por la trompa del mamut, y el dedo naturalmente se le manchó. Ello fue suficiente para que el suprarrealista brincara prestísimo de la sospecha a la evidencia. Ahora sabía (creía saber) que las pinturas eran manifiesta impostura. ¡Claro, si las acababan de hacer y por eso ni siquiera habían terminado de secarse!
Indignado, armó un escándalo de marca mayor y hasta la justicia intervino, pues hubo denuncia mediante. El asunto se ventiló ante el Tribunal de Cahors; pero el juicio, contrariamente a lo que esperaba Bretón, le fue adverso.
Un representante del Ministerio de Bellas Artes demostró que el frescor de las pinturas rupestres era natural y que no se trataba de una falsificación. El tribunal condenó a pagar a Bretón veinte mil francos de multa.
A veces, como en este caso, la pretensión de saber tiene merecidísimo castigo.