Un intenso debate ha causado la presencia del Perú como país invitado en ARCO, la feria internacional de arte contemporáneo de Madrid. A los 24 artistas nacionales seleccionados para la feria se suman 12 exposiciones por toda la ciudad. Y muchos críticos y periodistas se preguntan si esos representantes son los más adecuados.
Francamente, yo no soy capaz de juzgar con conocimiento de causa la selección de artistas. Pero, en todo caso, que sea polémica resulta de por sí bastante representativo. Porque el arte peruano siempre ha generado feroces discusiones.
Aún recuerdo, por ejemplo, la inauguración de “El beso” de Víctor Delfín, la escultura del Parque del Amor de Miraflores, en 1993. Si eres francés y llamas a una imagen “El beso” –como Robert Doisneau–, aparecerán en ella dos jóvenes pálidos y esbeltos, el chico con una estupenda bufanda de lana, la chica con un corte de pelo estiloso, ambos de pie en medio del frenesí parisino. Pero Delfín es peruano, y esculpió los cuerpos macizos de dos cholos, ella con una sencilla camiseta, y él, ni eso. Los amantes no están de pie, sino besándose –casi revolcándose– en el suelo.
Casi 30 años después, aún puedo escuchar a las familias respetables de mi barrio poniendo el grito en el cielo ante semejante horror: dos cholos gigantes se estaban manoseando ante sus narices para toda la eternidad. Hoy, la escultura ha vencido, y simplemente forma parte del paisaje.
Mientras los mexicanos ponen a una indígena mixteca en las candidaturas a los Óscar, nosotros aún producimos spots publicitarios llenos de gente blanca. “El beso” fue un paso valiente para visibilizar modelos estéticos más acordes con nuestra realidad. Y sigue recordándonos quiénes somos.
A pocas cuadras de “El beso” se levanta “Silencio”, un humanoide de colores chillones obra de José Tola, que tuvo su propio escándalo. Los vecinos del parque encontraron la escultura “diabólica”. Denunciaron que asustaba a los niños y producía contaminación visual. Se abrió una página de activistas en Facebook para exigir su retirada. Pero ahí permanece, como un triunfo de las estéticas diferentes, que dan fe de un país que se niega a estancarse.
Por supuesto, la polémica más intensa la generó “El ojo que llora”, la obra de Lika Mutal que lagrimea en memoria de los caídos durante la guerra interna. En esa escultura, decenas de miles de cantos rodados recuerdan los nombres de los muertos, un llamado a la reconciliación a través del duelo, porque la muerte nos iguala a todos.
Muchos políticos consideraron indignante que los subversivos figurasen al lado de sus víctimas. Algunos pidieron directamente la destrucción del memorial. Y en cierta ocasión, un grupo de vándalos invadió el Campo de Marte, rompió el monumento con combas y cinceles, y le arrojó pintura naranja.
La plástica peruana siempre ha creado debate, cuestionándonos con su presencia, librando batallas. Las polémicas demuestran que las obras se miran, se analizan, y despiertan reacciones. Con frecuencia, nos enfrentan con nuestras propias contradicciones. Y eso es justo lo que tienen que hacer. Un arte que no haga pensar es un arte muerto. Y canalizar nuestras diferencias a través de la creatividad es la forma más civilizada de enfrentarlas.
Por todo eso, no está nada mal que generen discusión las obras plásticas que se exhiben en Madrid esta semana. Encarnan a un país muy complejo que hace grandes esfuerzos por entenderse a sí mismo. La feria ARCO es una excelente oportunidad para compartir esa búsqueda con el mundo.