En un viaje reciente a Estados Unidos, conversando con gente de todo tipo, escuché la misma opinión: el futuro de Joe Biden, un político que ha hecho lo que ha podido en circunstancias adversas, es incierto. A inicios del año pasado, la popularidad del Partido Demócrata era de 49%, unos nueve puntos porcentuales por encima de la del Partido Republicano. Hoy se encuentra cinco puntos por debajo. Esta caída estrepitosa está agravada por las divisiones internas. Por otro lado, la intolerancia política es enconada. La mayor parte de los seguidores del Partido Republicano piensa que los demócratas son moralmente condenables. Puede decirse lo mismo de lo que piensan los demócratas sobre sus rivales. Según una encuesta de YouGov, citada por Elizabeth Kolbert el 27 de diciembre en el “New Yorker” (“How politics got so polarized”), el 60% de los demócratas considera que el partido rival es una “amenaza seria para los Estados Unidos”. El 70% de los republicanos piensa lo mismo de los demócratas.
Una de las causas que se cita para esta “polarización perniciosa” es el modo en el que la crisis sanitaria ha exacerbado los conflictos. Las divisiones entre ciudad y campo, entre etnias blancas, negras e hispanas, entre pobres y ricos, en un mundo cada vez más desigual, se vieron agudizadas en los tiempos de la pandemia. Otra causa es la dispersión caudillesca de las redes sociales. En las plataformas se organizan grupos de personas que piensan igual en torno al rechazo o el apoyo a algún líder. Cualquiera que no esté de acuerdo con sus ideas es borrado. En estas camarillas, todos los participantes se sienten reforzados y radicalizados.
La idea de que los enemigos políticos son enemigos del país es común en estos grupos. Es la misma que llevó a Santiago Abascal, el líder de Vox, a aparecer cabalgando en Covadonga y otras zonas con el propósito de la “reconquista de España” en el año 2019. Es la misma que ha animado a Daniel Ortega a instaurar una satrapía acusando de “no ser nicaragüenses” a sus opositores. Es la misma que anima la autocracia de Putin, la versión moderna de un zar. En el Perú, los radicalismos de Cerrón y de López Aliaga se diferencian por sus propuestas, pero están unidos por su misma intolerancia.
En julio del 2020, se publicó “El ocaso de la democracia” de Anne Applebaum. El libro lleva un subtítulo preciso que no se tradujo bien en la versión española: “El señuelo seductor del autoritarismo”. Según Applebaum, las democracias están en peligro en países como Inglaterra, Estados Unidos y Francia. En un mundo tan veloz y fugaz, dominado por las redes sociales, la gente no está interesada en la complejidad. A gran parte de la población no le interesan las explicaciones y los debates. Prefieren aferrarse a sus supersticiones. Applebaum dice que la alternativa hoy no es entre gobiernos de ideologías diferentes, sino entre los países que respetan o no el Estado de derecho, la independencia de poderes y las libertades de expresión. En ese sentido, son iguales los gobiernos de la ultraderecha y de la ultraizquierda. Los partidos de centro en todo el mundo están de capa caída.
¿Puede Estados Unidos, como argumentan algunos, entrar en un conflicto interno? Stephen Marche, un autor canadiense, lo presagia en un libro futurista, “La próxima guerra civil”. Marche incluye una frase: “Ningún presidente estadounidense de ninguno de los partidos, ni ahora ni en el futuro cercano, puede ser un emblema de unidad, solo de división”.
Brechas económicas, desigualdad, división. Uno se pregunta por el futuro de esta mezcla que hace tiempo rige también entre nosotros.