Este año, las protestas en París, Hong Kong y Santiago han desatado conjeturas de todo tipo, la gran mayoría guiadas por interpretaciones prenoscriptivas más que denoscriptivas. Es cierto que las movilizaciones destilan mensajes de injusticia e insatisfacción con el modelo de desarrollo, pero resumir así la complejidad de ellas es prematuro. Peor aún, asumir ‘prima facie’ que la solución pasa por aventurarse en el enésimo experimento populista.
Que la juventud europea, asiática y latinoamericana vea con ansiedad su futuro no debería llamarnos la atención. Durante los próximos treinta años, la humanidad vivirá cambios inimaginables. La población global crecerá en cerca de 2.500 millones, para llegar a los 9.700 millones en el 2050 (Asia y África liderarán el incremento demográfico). Dicho crecimiento creará presiones de todo tipo: por un lado, observaremos un auge económico sin precedentes (el PBI global crecerá en 130%), guiado por las mejoras en productividad derivadas del desarrollo tecnológico. Pero por el otro habrá una infinidad de demandas, principalmente de corte social, que confrontarán con dicha realidad. Y es aquí donde debemos enfocarnos para entender la ansiedad que agobia a millones de jóvenes alrededor del mundo.
La automatización, la robótica y la inteligencia artificial desplazarán a millones de trabajadores en múltiples sectores económicos, precarizando ingresos y calidad de vida. Las diferencias étnicas y sociales serán eclipsadas por una discriminación de corte tecnológico: aquellos que se desarrollen en las cadenas de valor integradas a dichos avances obtendrán ingresos muy superiores a sus pares marginados en sectores informales y de baja productividad.
El acceso a vivienda y servicios de calidad (educación, salud y seguridad, principalmente) estará marcado por esa disociación. Y conforme se desplace la frontera tecnológica, mayor será la brecha entre unos y otros; la calidad de vida estará marcada –de forma casi irreversible– para millones de personas que, si bien serán clasificadas como “clase media”, verán cada vez más difícil el ascenso en un modelo ‘aspiracional’.
Los sistemas de pensiones –quebrados en el sector público– obligarán a una vejez sin jubilación. Mientras algunos países desarrollados optarán por una renta básica universal (RBU), la gran mayoría lidiará con los problemas asociados a la baja productividad (producto de la brecha existente entre la frontera tecnológica y el grado de desarrollo local) y la creciente informalidad.
Todo esto, que suena futurista, ya lo perciben las juventudes alrededor del mundo. Jóvenes nativos digitales, superinformados y superconectados, comparan al minuto sus aspiraciones y la realidad. Frente a ello, ¿qué les ofrecen la clase política y las élites? No mucho, peor aún, conforme ingresan al mercado laboral empiezan a notar las limitaciones y a resentir la disparidad: sueldos con presión a la baja, leyes laborales anacrónicas, altos costos de vida y un Estado incapaz de brindar bienes y servicios a la altura de las expectativas.
Nada de esto justifica el vandalismo y la violencia de las protestas. Por supuesto, hay componentes ideológicos, y también hay objetivos políticos. Pero que nuestra clase política y las élites deben repensar seriamente el polvorín que se está creando es indudable. La salida no se encuentra en vender quimeras, sino en hacer reformas, serias y profundas, explicando las razones, los costos y la expectativa detrás de ellas. Hoy ya es tarde.