Estamos habituados a decir que el Perú vive serios problemas de representación política, pero estamos llegando, a mi juicio, a una encrucijada en la que se juega buena parte de nuestra viabilidad democrática. Se trata de lo que podríamos llamar el conflicto entre el mundo informal y el Perú “oficial”.
El maestro José Matos Mar era un entusiasta de lo que llamó “desborde popular” (1984): el Perú oficial fue incapaz de generar oportunidades de desarrollo en todo el territorio, lo que generó grandes olas migratorias. Y en las ciudades, el Estado tampoco fue capaz de resolver problemas básicos de vivienda, acceso a servicios o creación de empleos; fueron los propios migrantes los que los resolvieron. Matos era un entusiasta, veía en estas prácticas herencias andinas de organización y acción colectiva, basadas en principios de reciprocidad y solidaridad, y hasta el germen del socialismo. La expectativa de Matos podía despertar cierta simpatía porque en la década de los 80 el mundo informal parecía tener una suerte de relación simbiótica mutuamente benéfica con el Estado: aquel solucionaba los problemas que este era incapaz de atender, y el Estado toleraba la violación de las normas. Matos aspiraba a construir una nueva legitimidad institucional desde las prácticas de los informales.
A finales de la década de los 80, el Perú oficial colapsó. Con las reformas neoliberales de la década de los 90, redefinió sus fronteras, se achicó y logró alguna mejora en eficiencia en áreas críticas para la estabilidad del conjunto, pero abandonó áreas fundamentales para la vida cotidiana de los ciudadanos: la liberalización del transporte público, la expansión de la educación básica privada, la creación de universidades privadas con fines de lucro prácticamente sin regulaciones. Más todavía, podría decirse que el Estado prácticamente abandonó la educación y la salud pública, de modo que a su interior se desarrollaron todo tipo de prácticas informales que permitieron su subsistencia, a expensas de la calidad de los servicios.
Digamos que en la relación simbiótica el mundo informal se volvió mucho más grande y empezó a asumir una relación parasitaria, debilitando seriamente áreas en las que el Estado debía imponerse. Poco a poco el promisorio mundo informal empezó a revelar otra cara: la de poderosos grupos de interés y de mafias interesadas en mantener los arreglos informales. A pesar de ello, zonas estratégicas del Estado y el control político seguían en manos del Perú oficial. El fujimorismo desarrolló una red de clientelismo y control que le permitió gobernar. Una vez caído el fujimorismo, la tarea fue recuperar la institucionalidad estatal, algo que lamentablemente no se cumplió. Con todo, en los primeros 15 o 20 años del nuevo siglo logramos un importante crecimiento económico y avanzar en inclusión social e, incluso, iniciar ciertas reformas desde un Estado que requería imponer un mínimo de orden en el mundo informal: la reforma de la educación básica y universitaria, la reforma del transporte, algo de reformas políticas. Y hasta no hace mucho, a pesar de lo débiles que eran los partidos y de que poco a poco el sistema político se fue llenando de aventureros, pragmáticos y defensores de intereses personales y de grupos, ciertos líderes reconocidos y respetados tenían cierta capacidad para disciplinar a sus cuadros e imponer una mínima línea política. Pero desde el 2016 la fragmentación es mayor, la capacidad de las dirigencias partidarias de controlar lo que sucede dentro de sus organizaciones es mínima, el oportunismo más abierto y, además, partidos de los que se esperaría conductas más institucionalistas han terminado sucumbiendo a prácticas populistas. Y las cosas han empeorado sustantivamente con la pandemia. Hoy vemos cómo en el Congreso la defensa de intereses contrarios a reformas fundamentales para el país recibe apoyos mayoritarios que cruzan todas las bancadas. Más allá de la confrontación entre izquierda y derecha, esta es otra tanto o más importante en la que se juega la viabilidad de largo plazo de la democracia.