Sorprende que, siendo un país tan pobre y limitado, la agenda económica del Perú sea también tan escasa. Trátese de la atención de los académicos, o del esfuerzo y creatividad de los funcionarios y políticos. ¿Acaso no debería ser al revés? A más necesidad económica, más atención recibirían las preocupaciones de la economía. No me refiero a los discursos políticos ni a las imágenes que aprovechamos para la vida artística, sino a la atención profesional que le ponemos a los instrumentos del tablero, y a la evaluación y mejora continua de las múltiples piezas y procesos de una economía. Pensemos en el cúmulo de ciencia, mediciones y seguimiento estrecho que guían la intervención médica en cada enfermedad particular.
Una “enfermedad” muy particular de la economía es la pobreza extrema, que ha sido identificada como un mal que merece atención independientemente de otros objetivos económicos, como son el crecimiento rápido de la producción total, la seguridad que dan la estabilidad monetaria y cambiaria, y la “justicia” de una distribución de ingresos menos desigual. Si bien se puede discrepar en cuanto a su prioridad, cada una merece y requiere una atención especializada, basada en conocimientos y teorías propias, y continuamente actualizadas. Nuevos aportes en la estrategia ante la pobreza extrema, por ejemplo, fueron premiados con un Premio Nobel de Economía reciente.
Sorprende la falta de historia de la pobreza extrema en el Perú. En cierta forma podría decirse que su existencia actual es un resultado de su desaparición, o por lo menos, de una fuerte tendencia de reducción en sus niveles. Los países que recién inician su ascenso desde niveles de pobreza extrema generalizada no se dan el lujo de identificar una población un poco más pobre que otra, y el Perú había estado en esa condición hasta hace pocas décadas. En el año 1972 se realizó una primera encuesta nacional para conocer los niveles de vida y de consumo de alimentos de la población, pero no distinguió un grupo de alta o extrema pobreza que debería ser priorizado para fines de transferencias y otras acciones como parte de una “guerra contra la pobreza”. Esa definición recién se fue formulando durante la década del 90 y el 2000, por lo que la historia de ese “mal” solo se conoce desde esos años. Y, junto con ese descubrimiento, el Estado Peruano ha desarrollado una “guerra contra la pobreza”, sobre todo a través de programas sociales como Juntos y Pensión 65, acción que antes parecía impensable.
Las mediciones de la pobreza nos traen más de una sorpresa, e identifican algunos mecanismos favorables. Tres factores son particularmente interesantes. Uno es el papel de las transferencias sociales mencionadas. Los subsidios fiscales que van directamente a familias de extrema pobreza suma el 2% del PBI y en el 2019 su impacto redujo la pobreza del 24% de la población al 20%. El costo-beneficio podría ser debatido.
Un segundo factor es el impacto de la región: a muchos les sorprenderá descubrir que, si se trata de reducir pobreza, durante las últimas dos décadas fue mucho más favorable ser residente en un área rural de la Sierra, donde el ingreso promedio aumentó en un 54% entre el 2001 y el 2019, que residente limeño, donde el ingreso promedio aumentó en apenas un 14%.
Otro factor que ha afectado las posibilidades de mejora ha sido la formalidad en el empleo, pero los datos indican que los resultados contradicen la expectativa. La formalidad o informalidad de cada trabajador recién es registrada a partir del 2007 en las encuestas, pero los resultados indican que desde esa fecha hasta el 2019 −un período extraordinariamente favorable para la economía en general− el aumento en el ingreso promedio del trabajador formal de Lima fue cero mientras que, en ese mismo periodo, el ingreso promedio del trabajador informal aumentó en un 26%. La formalidad habría sido una ayuda para salir de la pobreza antes del 2007, pero después, según los datos, la mejor apuesta ha sido ser informal.