Los politólogos han estado hablando desde hace casi una década sobre una “recesión democrática” en el mundo, porque cada vez más países se están convirtiendo en autocracias. Pero en América Latina la cosa está peor: ya estamos en una verdadera “depresión democrática”.
Nunca he visto tantos países latinoamericanos descendiendo a gobiernos autocráticos desde las dictaduras militares de la década de 1970. En las últimas semanas, las democracias más grandes de América Latina han tratado de acaparar poderes inconstitucionales.
En Brasil, el presidente populista de extrema derecha Jair Bolsonaro sugirió públicamente el 7 de setiembre que no aceptaría una derrota en las elecciones de octubre del 2022.
Bolsonaro dijo que solo puede haber tres resultados en las elecciones del año próximo: “Mi arresto, mi muerte o mi victoria”. Y agregó: “Nunca seré arrestado”.
En México, el presidente nacionalista de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, ha escalado recientemente su retórica contra el Instituto Nacional Electoral (INE), la agencia independiente ampliamente respetada que monitorea las elecciones en México.
Además, López Obrador arremete casi a diario contra periodistas y jueces, y ha utilizado su mayoría en el Congreso para aprobar una prórroga inconstitucional del mandato de cuatro años del jefe de la Suprema Corte. En medio de un aluvión de críticas, el presidente de la Suprema Corte anunció que no permanecerá en su cargo más allá de cuatro años.
En El Salvador, los jueces nombrados por el presidente Nayib Bukele anularon el 3 de setiembre una prohibición constitucional de elecciones presidenciales consecutivas, lo que le permitirá a Bukele buscar un segundo mandato en el 2024.
En el Perú, el recién electo presidente de extrema izquierda, Pedro Castillo, quiere convocar una asamblea constituyente para redactar una nueva Constitución. Eso es exactamente lo que hizo el difunto líder autoritario de Venezuela, Hugo Chávez, después de asumir el cargo en 1999 para buscar poderes absolutos y reelecciones indefinidas.
En Argentina, el gobierno del presidente Alberto Fernández busca reformar el sistema de justicia en un intento de despedir a los fiscales que están investigando a la vicepresidenta y expresidenta Cristina Fernández de Kirchner por cargos de corrupción.
En Nicaragua, el dictador izquierdista Daniel Ortega ha encarcelado en las últimas semanas a los siete principales precandidatos opositores para las elecciones del 7 de noviembre, y a más de veinte líderes de la sociedad civil.
En Venezuela, el fraudulentamente electo dictador Nicolás Maduro está consolidando su régimen. Maduro está negociando un acuerdo con la oposición con la esperanza de alentarla a participar en las elecciones regionales del 21 de noviembre. Pero pocos líderes opositores confían en que permitirá elecciones medianamente libres.
La dictadura de Cuba, mientras tanto, continúa prohibiendo los partidos de oposición y los medios de prensa independientes, y está intensificando la represión. Al menos 500 personas han sido arrestadas y muchas siguen en la cárcel luego de las masivas protestas antigubernamentales del 11 de julio.
El apoyo a la democracia en los latinoamericanos ha venido cayendo en la última década, en parte por la desaceleración económica de los últimos años. Pero ahora hay un fenómeno nuevo: una nueva generación de aspirantes a autócratas democráticamente electos, que se están aprovechando del creciente descontento con la democracia.
“Este es un elemento nuevo”, me dijo Sergio Fausto, un politólogo brasileño. “Además del desencanto global con la democracia, tenemos liderazgos políticos de la izquierda y de la derecha que movilizan a la gente en contra de las instituciones democráticas”.
Eso es un mal augurio, entre otras cosas porque cuando los autócratas atacan a las instituciones democráticas como el sistema de justicia, desaparecen las protecciones legales y los inversionistas huyen de sus países. Y cuando pasa eso, las “depresiones democráticas” a menudo se convierten en depresiones económicas.
–Glosado y editado–
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