Hace algunos días, con su chicote en la mano, el presidente Pedro Castillo repitió, una vez más, que su objetivo es arreglar los problemas que se han dado a lo largo de décadas en el Perú.
En su última alocución, confesó contar con el hilo, imagino histórico, de aquel ovillo simbólico donde anidan todas nuestras desventuras. Es una línea de pensamiento que puede rastrearse a su discurso de inauguración en el que se vanagloriaba de inaugurar un tiempo nuevo y que se aprecia en su propuesta de transformar Palacio de Gobierno en un museo de una época que la administración de un humilde maestro rural dejaba atrás. Castillo dijo que si –hace 200 años– se hubiera invertido en educación, nuestra situación sería muy diferente. Sin embargo, el mandatario olvidó un hecho fundamental. Hace dos siglos los españoles aún se encontraban en el Perú y el magro presupuesto estatal sirvió para los gastos de guerra y fue en ese contexto que bandas armadas, parecidas a las ahora dirigidas por asaltantes de pizzerías cercanos al mandatario, iniciaron la vampirización del Estado.
Este hecho no significó que muchos peruanos notables –pienso en la labor reformista de José María Arguedas, de José Antonio Encinas o la de Jorge Basadre y Carlos Cueto Fernandini al frente del Ministerio de Educación– no se dedicaran a construir, de la mano de miles de normalistas, un sistema educativo que, a pesar de sus grandes limitaciones, sigue dando lauros y ciencia a nuestro querido Perú.
Los que lo conocen de cerca señalan que el presidente del “gran cambio” multisecular no presta atención a sus interlocutores, evade citas de trabajo preestablecidas, ignora los consejos que buscan el bienestar del país, despide por el WhatsApp a ministros y a todo aquel que atente contra su sobrevivencia política, se reúne en la clandestinidad sin considerar la majestad de su cargo, gestiona –aparentemente– prebendas para sus allegados y –en sus propias palabras– no ve la televisión ni mucho menos lee periódicos, en un momento crucial para el Perú y el mundo. Todo lo anterior nos lleva a una pregunta fundamental: ¿Qué tipo de maestro, que predica una humildad y modestia que no practica, se niega a rectificar el rumbo hacia la destrucción de la institucionalidad y más bien se burla (victimizándose) de quienes votaron por él? Porque es una falta de respeto al Perú, además de una hipocresía que raya con el cinismo, el hecho de minar las agendas a favor del gran cambio educativo que proclama a viva voz por el cuoteo que lo mantiene en el cargo.
Esta semana se ha conocido otro hecho aún más grave: nombrar al secretario general del MTC, cuestionado porque habría tolerado la corrupción en el sector, en reemplazo del exministro Juan Silva, su antiguo jefe, que salió bailando del cargo porque entiende el teje y maneje de la gran farsa cocinada en Palacio de Gobierno. Lo que vemos es una estafa producto de la crisis estructural de un Estado perforado por delincuentes de cuello y corbata, de la pandemia y de un cúmulo de fantasías y delirios que son parte de nuestra trágica historia política, en la que también entra el capitalismo salvaje como el de Repsol. Por eso que esta transnacional se permite ofrecer, con la venia del premier, cuatro reales a los cientos de perjudicados de un ecocidio, cuyo daño es incalculable.
No me siento traicionada por este Gobierno que avergüenza al Perú y que además incumplió la promesa de inaugurar una representación honesta capaz de liderar en medio de la peste y la peor crisis institucional de nuestra historia. Para los que conocemos la trayectoria de nuestra república, que tiene sombras, pero también luces y momentos de heroísmo supremo, las declaraciones del entonces candidato Castillo, sonaban muy familiares por ser calco de esa concepción salvadora de los caudillos de antaño que predicaban la regeneración nacional en medio de prácticas depredadoras del Estado y de ese pueblo, que una y otra vez pretendieron representar en su loca carrera por el poder.
“Yo soy demócrata, no avalo un golpe de Estado”, señala Betssy Chávez, uno de los pilares ideológicos del castillismo al que no critica. Coincido con ella, un demócrata no puede avalar la ruptura de la institucionalidad, pero tampoco puede permitir que nuestra frágil democracia perezca en manos de quien niega la historia para, irónicamente, repetirla una y otra vez como farsa y señuelo en detrimento del Perú.