Cambios en el trabajo, el entretenimiento, la tecnología, las empresas, las relaciones familiares y, en un sentido más amplio, en la economía y la política venían ya ocurriendo antes del coronavirus, pero ahora esas transformaciones se han acelerado vertiginosamente. Su éxito o fracaso dependerá, entre otros factores, de los liderazgos que los impulsen. No solo resulta relevante, por tanto, preguntarse sobre el tipo de líderes que requiere en este momento la humanidad, sino también entender los que está teniendo efectivamente, y por qué.
Curiosamente, el liderazgo es uno de los tópicos más abundantes en la literatura de disciplinas tan distantes –a pesar del ímpetu simplificador de quienes creen que son fácilmente extrapolables– como la política y el management. Más allá del origen de la legitimidad de los liderazgos empresariales –la propiedad– y los político-sociales –la representatividad de ideas o intereses–, lo cierto es que, en el ejercicio práctico, líderes políticos y empresariales deben lidiar con desafíos similares: la sostenibilidad, las reformas, la oposición, el convencimiento, la negociación, la responsabilidad, etc. Pero tal vez la sabiduría convencional le ha prestado muy poca atención a lo que tienen que decir las ciencias duras, como la neurología o la psiquiatría, sobre el liderazgo, y en particular en situaciones que –como la actual– implican necesariamente uno o más puntos de quiebre.
El divulgador científico catalán Eduard Punset sostiene que en situaciones de crisis los grupos humanos prefieren invariablemente a líderes jóvenes por sobre los más experimentados. Bajo esta premisa, Punset predijo la elección de Barack Obama en el 2008, tras la crisis financiera. La lógica es que intuimos –aunque no seamos del todo conscientes de ello– que los desafíos transformacionales y adaptativos que conllevan las crisis requieren de la energía juvenil más que de la sabiduría de la madurez.
Mucho más inquietante que lo anterior resulta la hipótesis del profesor iraní-norteamericano de psiquiatría Nassir Ghaemi, quien sostiene que los líderes con algún tipo de desorden mental, en particular manía o depresión, suelen ser más efectivos en tiempos de crisis; y menciona casos de liderazgos generalmente percibidos como positivos: Abraham Lincoln, Mahatma Gandhi, Martin Luther King. El argumento es que quienes sufren tales condiciones suelen tener también mayor creatividad, resiliencia, empatía e incluso realismo que el promedio de personas (que suelen ser más irrealmente optimistas). Ghaemi concluye que el error está en la ecuación maniquea según la cual las anomalías psiquiátricas son siempre y en todas sus consecuencias negativas, cuando en realidad pueden tener ventajas como las descritas.
Ahora pensemos en los liderazgos “realmente existentes” en el mundo hoy. Personajes como Donald Trump en EE.UU., Jair Bolsonaro en Brasil, Andrés López-Obrador en México y la inefable dupla Pedro Sánchez-Pablo Iglesias en España, han demostrado una ineptitud y falta de perspectiva en la gestión gubernamental de la pandemia en sus respectivos países que no debería ser ligeramente atribuida a enfermedades mentales. Sin embargo, el narcisismo como rasgo psicológico de estos personajes resulta difícil de soslayar. Y, en algunos casos más que en otros, surge también la tentación de especular sobre actitudes lindantes con lo psicopático o sociopático. Nótese que se trata de condiciones diferentes a las que Ghaemi relaciona con el liderazgo efectivo (manía y depresión).
¿Quiere decir lo anterior que el tipo de liderazgo para los tiempos que vienen es, o debería ser, uno juvenil y bipolar? Por lo pronto, lo juvenil en EE.UU. resultaría imposible, pues ambos candidatos presidenciales son septuagenarios y, más allá de las especulaciones sobre Trump, según un artículo de la revista “Psychology Today” acerca de Biden, solo existen alusiones a condiciones mentales asociadas con la edad y un aneurisma que tuvo hace más de 30 años.
En el Perú, donde la elección presidencial está todavía más lejos y no se tiene, por tanto, un panorama claro de los candidatos, tal vez solo quepa por ahora decir que las necesidades de renovación y energización se ven acentuadas por la profunda crisis moral que, tanto en el mundo político como empresarial, han desatado los escándalos de corrupción como Lava Jato, el Club de la Construcción y los Cuellos Blancos del Puerto.
Las empresas peruanas, por su parte, deberán remontar el atraso que desde antes de la pandemia mostraban en su transformación digital, producto de la baja productividad, tardía adopción tecnológica, rigidez laboral y mentalidad burocrática –más arraigada en el sector privado de lo que se admite–, y eso exige liderazgos no necesariamente jóvenes ni maniáticos, pero sí innovadores, renovadores.