La primera fue repentina, y tiene fama mundial. Fue un puñado de hombres contra un imperio, aunque si bien con ventaja tecnológica –Francisco Pizarro llegó con caballería, cañones, mosquetas y espadas de acero–. Pero el Perú de hoy es la hechura, además, de una segunda conquista, más bien lenta, incompleta y poco reconocida: la conquista de nuestro propio territorio. De esas dos guerras, la geográfica ha resultado largamente la más difícil y aún está lejos de terminar. El avance sería más rápido si fuéramos más conscientes de esa lucha, como acaba de escribir Aldo Mariátegui: “nuestro país es remoto en el planeta, tiene una geografía endemoniada, y recién comenzó a ser domesticada desde las carreteras que Leguía comenzó”.
La descripción más redonda del reto geográfico, creo, es la del historiador Carlos Contreras. En un ensayo sobre el primer siglo de la república, Contreras explica cómo el desarrollo de la sierra fue jaqueado por los obstáculos a la movilidad –un suelo fragoso, ríos no navegables, largas y empinadas cuestas, profundos cañones con laderas casi verticales– en los que no existían caminos carreteros propiamente dichos, sino senderos de herradura en los que la velocidad de un jinete apenas superaba la de un caminante. La comunicación entre costa y sierra era tan lenta y tortuosa que solo justificaba cargas de alto valor y poco peso, además de ser interrumpida durante los meses de lluvia y constantemente por el bandolerismo que aparecía apenas se salía pocos kilómetros desde Lima. Y la selva solo figuraba en mapas.
El reto geográfico no es único del Perú. En todo el mundo, el avance económico se ha basado en una conquista de las distancias y de los obstáculos geográficos. El extraordinario desarrollo de la antigua China se basó en la navegación que permitía sus excelentes ríos, mientras que Países Bajos, Portugal, España y Gran Bretaña dominaron el transporte marítimo. En su historia de la economía mundial, Fernand Braudel ubica el intercambio comercial en el centro del desafío desarrollista. “Allí donde no hay mercado ni dinero, se observa el plano más bajo de la existencia humana, donde cada persona debe producir para cubrir casi todas sus necesidades”. Y cuando el historiador Eugen Weber explica la modernización tardía de la Francia rural a fines del siglo XIX, su primer capítulo se titula “Caminos, caminos, y aún más caminos”. Había carreteras, dice Weber, pero era un sistema diseñado “para servir al gobierno y a las ciudades”, no un instrumento comercial como sí lo fue el Capaq Ñan de los Incas.
Recién a fines del siglo XIX Francia se dedicó a multiplicar los pequeños caminos rurales, permitiendo así que su población campesina multiplicara sus contactos y comercio, y finalmente deje atrás la pobreza y el atraso social de la Edad Media. Pero la geografía de Francia es un chancay de a veinte frente a la nuestra.
Para entender mejor la necesidad peruana de una conquista geográfica recordemos que en 1821 la nueva república era un territorio casi despoblado –apenas millón y medio de personas que vivían desparramadas por las inmensidades de la sierra y los valles costeños, y donde cada comunidad era un mundo encarcelado y autosuficiente. Esa realidad cambió poco durante el primer siglo de la nación. En 1930, Uriel García describió la vida cuzqueña diciendo “cada pueblo es una cueva donde el hombre vive preso”. Pero para esa fecha la nueva conquista ya estaba en camino: el siglo XX llegó con el automóvil para dominar la sierra y el avión para incorporar la selva. En 1940 el italiano Antonello Gerbi se impresionó con el entusiasmo que veía en la sierra y escribió: “Es cosa de ver con qué alegría, con qué empuje los indígenas se apiñan alrededor de los trenes en todas las estaciones”. Muy pronto el tren pasó la posta a los camiones. La sierra se enamoró del Dodge 2300 y el oficio de chofer abrió las puertas del mundo para muchos comuneros.
Finalmente, el milenio trajo una nueva explosión comunicativa en zonas rurales, esta vez usando caminos vecinales, mototaxis, motocicletas y celulares, instrumentos que rompen la soledad y el silencio de las alturas, pero traen mejores negocios y más contacto humano. ¡Viva la conquista!