Tras el fracaso del ‘impeachment’ –en el que el histórico Partido Republicano de Abraham Lincoln terminó de cavar su tumba como fuerza responsable de centroderecha– no queda otra opción. Si los demócratas no son capaces de encontrar un candidato y un mensaje que resuene de cara a las elecciones de noviembre, tendrán que resignarse a cuatro años más de Donald Trump. Con todo lo que eso implica. Trump no solo representa una prueba de fuego para las instituciones de la democracia estadounidense, sino que constituye además una de las grandes amenazas para la estabilidad económica y la viabilidad ambiental del planeta. El Partido Demócrata es la última barrera en pie para evitar que una de las democracias más robustas del siglo XX pueda convertirse en uno de los nuevos autoritarismos del siglo XXI.
El problema es que para frenar a Trump no ha emergido aún un candidato capaz de unir a los votantes demócratas detrás de un relato que cautive, a la vez, al votante medio y a los sectores progresistas del partido. Los dos candidatos con opciones claras de hacerse con la nominación, Bernie Sanders y Joe Biden, parecen tener más falencias que virtudes.
Empecemos por Biden. El argumento central del exvicepresidente de Barack Obama gira en torno a la ‘elegibilidad’. Su campaña asegura que él es el candidato mejor posicionado para enfrentar a Trump, pues su mensaje unificador puede llegar a resonar con votantes demócratas de centro e incluso persuadir a republicanos desencantados del presidente de cambiar su voto. A favor de Biden juega también su sólido apoyo entre la comunidad afroamericana tras ocho años como número dos de Obama. Biden es el candidato de quienes buscan devolverle algo de normalidad a la política tras cuatro años de populismo tóxico de Trump. Es también el candidato del ‘establishment’ demócrata. En los últimos días, dos de sus tres principales rivales de centro, Pete Buttigieg y Amy Klobuchar, renunciaron para darle su apoyo frente a Sanders.
Pese al endose de figuras claves del partido, la candidatura de Biden enfrenta enormes desafíos. Por momentos, el exvicepresidente ha sonado más como un político del siglo pasado que como uno de estos tiempos. Y si bien es más probable que Biden pueda acercar a su partido a votantes de centro, su mensaje no trae consigo una idea de cambio lo suficientemente potente como para ilusionar a ningún grupo en particular. En este punto, Biden enfrenta un reto mayúsculo. Su mensaje de unión puede terminar cayendo en saco roto en un contexto de hiperpolarización en el que, sin importar quién sea el candidato, la sola posibilidad de votar por el partido rival resulta impensable para la gran mayoría de votantes.
Ahí entra precisamente Sanders. El senador por Vermont parece ser el mejor preparado para beneficiarse de esa hiperpolarización. En realidad, su campaña apuesta a que en noviembre ganará quien mejor pueda movilizar a los suyos, y no quien intente posicionarse en el centro (en Estados Unidos el voto es voluntario). Según una encuesta reciente, el 93% de quienes se identifican como demócratas aseguran que votarán por ese partido, sin importar quién sea el candidato. Algo similar ocurre entre los republicanos. El tirón de Sanders se sustenta en un movimiento de base que desde las primarias del 2016 logró movilizar a millones de jóvenes y a minorías claves como los latinos detrás de su socialismo democrático. Biden no parece tener una maquinaria similar, ni los recursos económicos para suplir esos apoyos. En resumen, si Biden es el candidato de la persuasión, Sanders es el de la movilización.
Si bien hay algo emocionante en la idea de un candidato que rescata la diversidad y tiene una verdadera agenda de cambio para atacar los grandes problemas estructurales del país, el problema con Sanders es que lo que quiere hacer para transformar Estados Unidos puede terminar generando más problemas que soluciones. Algunas de sus ideas en materia económica, como quitarle a las compañías el 20% de su capital para entregárselo a los trabajadores, que el Gobierno garantice puestos de trabajo en el Estado para todos los desempleados, su hostilidad al libre comercio y su voluntad de duplicar el gasto público sin explicar cómo lo logrará, no parecen ser la receta adecuada. Trump puede estar hipotecando el bienestar de generaciones futuras con su política económica, pero en el corto plazo ha logrado tasas de empleo históricas y un crecimiento moderado de los ingresos del 25% que menos gana. No está claro que una revolución económica sea una prescripción ganadora.
Escribo estas líneas sin conocer los resultados de las primarias en los 14 estados que votaban ayer y que empezarán a perfilar de manera más clara la carrera demócrata. Una cosa parece inevitable. De acá a julio, cuando se definirá la nominación, el Partido Demócrata pondrá a prueba si para derrotar a Trump se inclinan por un candidato como Joe Biden, que apele a la persuasión, o ponen todos sus esfuerzos en movilizar a los propios inclinándose por Bernie Sanders. El mundo estará atento.