Ya no sorprende mucho que gobernantes legítimos que surgieron del voto popular y al amparo de una Constitución democrática terminen impunemente por secuestrar ambas cosas.
Generalmente son impulsados a hacerlo por la necesidad antidemocrática de gobernar sin adversarios, al extremo de privarlos de sus derechos y perseguirlos, y por el imperativo propio de sujetar sus mandatos a nuevas reglas constitucionales y a nuevos plazos electorales y de ejercicio del poder.
Tampoco sorprende mucho que los sistemas democráticos con clara separación de poderes carezcan de cláusulas doradas y contrapesos suficientes para impedir y sancionar transgresiones de esta clase.
En este insólito marco de comportamientos políticos autoritarios se inscriben no pocos gobiernos de este lado del mundo, como los de Nicolás Maduro en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y ahora Martín Vizcarra en el Perú, precedidos por Alberto Fujimori en el Perú, Hugo Chávez en Venezuela, Jorge Serrano en Guatemala, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina y Lula da Silva en Brasil.
Los autócratas siempre han buscado un lugar en la historia, muchos de ellos como fallidos exorcistas de males históricos como el capitalismo, el comunismo, la corrupción, la pobreza, el racismo, el hambre, la desigualdad, la criminalidad. Convertidos luego en los demonios que pretendieron expulsar, acabaron prófugos, muertos o encarcelados.
El presidencialismo en América Latina es real y ficticio al mismo tiempo. Real en el sentido de que su excesiva concentración de poder puede ser sabia y honestamente equilibrada. Ficticio, por deformación, en el sentido de que en manos autoritarias no es lo que pensamos que es: garantía de democracia e institucionalidad. Por el contrario, a la primera de bastos, llámese desgaste, búsqueda de impunidad o tentación continuista, el gobernante de turno lo usa para lo que quiera, desde ponerlo al servicio de sus intereses hasta permitir el acceso al poder de terceros. Los ejemplos de Montesinos con Fujimori y de Heredia con Humala saltan notoriamente a la vista. El presidencialismo ficticio resulta más pernicioso que el real, porque disfraza, violenta y corrompe todo lo que toca.
Si el típico presidencialismo latinoamericano, como el nuestro, se desdoblara en una jefatura de Gobierno, a cargo del primer ministro, y en otra de Estado, a cargo del mandatario electo, podría ver atenuado su excesivo poder vertical. Es más: el solo hecho de que el presidente tenga subordinado a las Fuerzas Armadas y policiales lo pone por encima de toda la estructura política del país con un manto coercitivo disuasivo de mucha fuerza.
En suma, el campo de maniobra de un presidente en el poder es tan amplio e imprevisible a la vez que tanto puede ser héroe como villano, todo o nada. No tiene limitaciones ni aldabas ni controles de peso. Puede ser un virrey en funciones u otro pintado en la pared.
A propósito, el presidente Vizcarra venía buscando obsesiva e infructuosamente una manera constitucional de disolver el Congreso de mayoría fujimorista, hasta que solo encontró la manera inconstitucional de hacerlo.
Cómo entender su decisión de “disolver constitucionalmente” el Congreso ante la “negación fáctica” de una cuestión de confianza que no tiene especificación alguna en la ley ni en la Constitución.
Vizcarra, convertido en rehén popular del antifujimorismo, decidió acabar por la fuerza con la “intolerable” mayoría fujimorista congresal, como el fujimorismo, rehén popular del antiparlamentarismo de 1992, decidió también acabar con la “intolerable” representación legislativa de entonces.
Golpismo de ayer y golpismo de hoy, con sus diferencias y similitudes, no pueden evitar mirarse las caras en un mismo espejo: el de la irónica quiebra democrática, entiéndase bien, desde la democracia.
Hemos vuelto a ver en los últimos días cómo la Constitución es estirada como un chicle hasta adquirir formas monárquicas y cómo se esfuma irremediablemente el voto popular que delegó poder presidencial y parlamentario en el 2016.