Con esa afirmación paradójica arrancó el “Cuento de dos ciudades”, novela de Dickens ubicada en los años de la Revolución Francesa. Quien escriba la historia de los años que estamos viviendo bien podría usar las mismas palabras. De un lado, pandemia, corrupción, presidentes encarcelados, turbas, desempleo masivo. De otro lado, una revolución social.
¿Revolución social? ¿Adónde?
Es que la revolución no necesariamente llega con piedras y ‘pepper spray’. Al contrario, los gritos y el desorden rara vez se convierten en revolución. Allí tenemos al fracaso de la misma Revolución Francesa, que pocos años después de las guillotinas reinstaló a un nuevo emperador llamado Napoleón. ¿Qué es una revolución social, entonces? Propongo que lo pensemos con el criterio de Jesús cuando, según San Mateo, describe al paraíso como un lugar donde los últimos en presentarse podrán ser los primeros en entrar.
¿Quiénes son los últimos? Los medios y sesudos analistas que analizan nuestro dilema nacional nos explican la situación casi a diario. En el fondo del barril, dicen, se encuentra una gran población que vive en extrema pobreza, desparramada en comunidades apartadas de la Sierra, y crecientemente, de la Selva, que logra una vida mínima cultivando pequeñas parcelas de tierra, y que además carece de educación y de otros activos productivos. Un segundo grupo serían los ambulantes y otros informales en las ciudades, siendo en realidad una extensión de la misma población rural que ha buscado escapar de su entrampamiento rural. En el otro extremo estarían los favorecidos, los que sí están encaminados a un mejor futuro, y que viven mayormente en Lima, tienen trabajo formal y gozan de más años de educación.
Pero si consultamos cuál viene siendo el orden de avance en la carrera económica entre los grupos poblacionales –¿a quién se está prefiriendo?– nos encontramos con la misma ilógica que motivó la queja del trabajador que se había esforzado largas horas para luego recibir el mismo salario que el que había laborado pocas horas. El nuevo milenio parece haber decidido aplicar el criterio de Jesús: la velocidad de la mejora en sus condiciones de vida ha sido en proporción inversa a su situación actual. Los que llegaron al nuevo milenio más empobrecidos son los que han logrado la mejora más rápida.
Así, el quinto más pobre de la población resulta ser el grupo más favorecido por las últimas dos décadas, con un aumento anual de ingreso real de 5,8%, dos veces mayor al aumento promedio de toda la población, y superando en cuatro veces el aumento de apenas 2,3% anual del quinto más rico. Una mirada a los grupos ocupacionales de más abajo descubre que los más premiados durante el nuevo milenio han sido los agricultores de la Sierra, con un crecimiento de 3,4% anual en sus ingresos. También los trabajadores informales de Lima tuvieron una mejora positiva, de 1,2% al año, superando la situación de los idealizados formales cuyo ingreso promedio se mantuvo curiosamente estancado en ese periodo.
Quizás lo más extraordinario de esta aparente revolución social, en la que vemos que la torta se voltea y que los últimos están en camino a pasar a ser los primeros, es que no obedece a ninguna intención política, ni plan de gobierno alguno. Y quizás por eso mismo podría ser la única revolución que perdure.