Los más importantes poderes del Estado viven tan pagados de su suerte que parecen no deberle explicación a nadie sobre su pérdida de confianza y reputación.
El problema que revelan no es solo su pobre sentido de rendición de cuentas, sino su carencia casi absoluta de control propio de los graves daños que los afectan.
Hace rato que la presidenta Dina Boluarte habría evitado caer en picada en sus índices de aprobación con tan solo transparentar mejor su agenda oficial y hacer tan periódicos y fluidos sus contactos con la prensa como tan periódicos y fluidos son sus discursos.
Ha preferido rebelarse contra una de las funciones esenciales del Estado: la de garantizar el acceso de la prensa a la información pública.
En una democracia, el derecho a la información veraz y oportuna no reside en el poder político, sino en los ciudadanos que reclaman conocer cómo se manejan precisamente los asuntos de Gobierno y Estado.
Boluarte tiene en sus manos la clave de control de daños al problema que más le afecta: su silencio oficial. De cómo vaya a emplear esa clave dependerá en adelante el buen o mal curso del tiempo final de su mandato.
El Congreso, entre tanto, se siente cómodo de ver la paja en el ojo ajeno e incómodo de sentir la viga en el propio. De ahí que sus tibios controles de daños no hayan vencido el deterioro de su imagen y reputación. Su presidente, Eduardo Salhuana, perdió hace poco la oportunidad de poner en claro las evidencias sobre las presunciones en el grave caso que alude maliciosamente a una red de prostitución desde o dentro de la institución. Un buen control de daños de Salhuana le hubiese procurado más réditos políticos que su zarandeado viaje a China. Una vez más, el Congreso prefiere sumar desprestigio que investigación y castigo ejemplar para los involucrados en hechos punibles.
Ni siquiera los que buscan exorcizar los demonios que los llevaron a elegir a este Congreso, tal como es y los representa, pueden tapar el sol con un dedo.
La separación del fiscal superior Rafael Vela Barba de la coordinación general de lavado de activos del Ministerio Público revela un control de daños tardío, que más parece una sanción en particular que una rectificación de la manera como se ha manejado el acuerdo de colaboración eficaz con Odebrecht. Desde las iniciales advertencias del otrora fiscal de la Nación Pedro Chávarry, tanto sobre el acuerdo con Odebrecht como sobre las carpetas fiscales del expresidente Martín Vizcarra, recién la nueva primera autoridad del Ministerio Público encuentra oportuno empezar a hacer un control de daños interno, jalando la punta de una madeja que será interminable.
¿La reorganización que parece alistar la nueva presidenta del Poder Judicial, Janet Tello, perseguiría algo similar que el Ministerio Público en cuanto a ponerse al día en su respectivo real control de daños? Se trata de adoptar decisiones firmes antes que de ventilar entusiastas promesas.