Ninguna raza hay pura. Ninguna identidad es estática. Todo pueblo experimenta fusiones; toda cultura muta, se aliena, distorsiona y redefine. “Lo nuestro” es tan relativo como lo ajeno, sobre todo si las estridencias del afiche chicha, que antes gritaban exclusivamente conciertos y polladas bailables, se lucen en la ropa de las amigas más hollywoodenses de Mario Testino o regresan a los muros donde aprendieron a ser, hoy para recordar a la gran Chabuca Granda desde la paleta de Elliot Túpac. Hoy, Lucha Reyes alza su imponente voz a ritmo de chill out, las letras con que se escribieron siempre los nombres de jirones y avenidas en los micros y camiones, abren las cartas de los restaurantes más fashion de la ciudad; el cuy dejó de servirse chactado y se puso a bailar para el público de las mañanas, para los ahorristas de un banco y al son de un candidato presidencial.
Un paseo por lo chicha en el arte es como un viaje a lo real maravilloso. Siempre existirá el peligro de estancarse en lo pintoresco, en lo anecdótico y trivial. Pero el artista debe abrirse y abrirnos camino. Nuevos mitos, colores y sabores urbanos surgen de este sincretismo del cual se nutren diseñadores, pintores, músicos, fotógrafos, chefs, arquitectos, poetas, cineastas, quienes, a diferencia de los artistas que fueron por caminos similares veinte, treinta años atrás, no impregnan sus propuestas de idealismo, no enarbolan consignas, no le otorgan a su arte la carga utópica que ayer daban. Las de hoy son manifestaciones celebratorias, en las que los contrastes no armonizan ni pretenden hacerlo; tan solo, o sobre todo, friccionan. Testimonios dados más con irreverencia que con la reverencia que exigía el mito de Inkarri.
Se ha vuelto tremendamente estimulante para el artista crear a partir del contraste al que se siente sometido cada vez que pisa la calle. La irrupción del migrante en la nunca más Ciudad de los Reyes, la omnipresencia de la radio, la accesibilidad al cable, la ventana mágica de Internet en los bulliciosos conos y asentamientos, la apertura de grandes centros comerciales y con ellos el consumo de emblemáticas marcas en los estratos medios y bajos de nuestra sociedad son los rasgos de la construcción de una bonanza cargada de folclor. Lo urbano-popular, lo vernáculo, aquello que trae consigo el provinciano desde su tierra, se reinventa, se readapta, se abre al mundo. Se entreteje lo foráneo con lo autóctono; lo folclórico con la tecnología; la industria y la tradición prehispánica y andina, con lo pop; lo kitsch deviene natural. Lo chicha como lo estamos viviendo hoy en la creación artística es síntoma de una nueva etapa en nuestro mestizaje cultural. La fortísima carga metafórica, las efervescencias, altisonancias y paradojas que se gestaron en conos, asentamientos y distritos más populosos de Lima, conquistan los espacios de las más prestigiosas galerías de arte de la ciudad, y un creciente protagonismo en las ferias del mundo. Y como todo lo que es honesto, se trata de un acto intuitivamente reivindicativo.
El arte agarra calle, esquina, se achora, se ensucia y al ensuciarse se sincera. El artista recoge lo chicha que surge en los cerros y conos, esos que dejaron ya de ser los cinturones de pobreza del país para ser las arcas. Al mejor estilo Warhol, lo chicha reaparece en chaquetas, en cartas gastronómicas, en la pantalla de canal más pituco del cable, en adornos para el hogar y hasta en la memoria corporativa de un banco que optó por despeinar su imagen. Es curioso: a la vez que se agringa el indio, se achola el criollo y se achicha el pituco. Entramos en un maravilloso espectáculo de descubrimientos que poco a poco nos ayudan a perder los límites para establecer un nuevo rumbo que luce y suena buenísimo.“El arte agarra calle, esquina, se achora, se ensucia y al ensuciarse se sincera. El artista recoge lo chicha que surge en los cerros y conos, esos que dejaron ya de ser los cinturones de pobreza del país para ser las arcas”.