Paradójico que se haya incendiado una zona de los Pantanos de Villa en la víspera de un evento como el COP 20 que pretenderá definir estrategias a favor de la conservación de la naturaleza. Amenazante se veía esa humareda densa que dejó el fuego en el cielo, como recordándonos que más allá del cemento está Lima, la región de los humedales y nevados, la del mar, las lomas y serranías, la de los desiertos vivos y valles entre los arenales, la de los ríos, quebradas y albuferas, lagunas, totorales e islas guaneras. La Lima de los pantanos, y la de ese turtupilín que conquista con su trajecito rojo la mirada de los incautos cuando se posa sobre cualquier superficie que lo sostenga, en medio de esta mole a la que llamamos ciudad.
Si hiciéramos un corte transversal a la altura de Lima o fuéramos de mar a montaña recorriendo nuestra región, no demoraríamos más de tres horas en llegar del cero al cinco mil en un abrumador viaje del cuerpo y sus seis sentidos, en una loca sucesión de imágenes, texturas, aromas y paisajes que revelan lo compleja que es nuestra geografía. Por ende, nuestra identidad y cultura.
Experimentando la biodiversidad, comprenderíamos algunos de los más importantes mitos y leyendas legados por los que vivieron aquí antes que nosotros. Los yauyos reflejan en sus leyendas esta riqueza de suelos, este andar desde las estribaciones andinas hasta los promontorios que reaparecen en forma de islas e islotes. Una de las leyendas más emblemáticas es la del dios Cuniraya Viracocha, y uno de los pasajes más memorables narra su encuentro con distintos animales de la región mientras bajaba desde las alturas hacia las aguas del mar procurando a la princesa Cabillaca y su niño. Pero llegó tarde Cuniraya. Ambos se convirtieron en las islas Pachacámac.
Desde San Lorenzo hasta Ticlio y en cada tramo del camino, Lima entregará un nuevo color al lienzo del Perú. Una realidad distinta marcará con su dramatismo, la memoria del ojo. Tan abismada, caprichosa, sideral, es la historia de nuestro suelo, que una sabia serpiente llamada Rímac nos transporta al azul mineral espejo de cóndores. Ese azul cambia de color allá abajo y es uno de los mares más ricos de todos los mares. Abunda en él la vida, el sabor y las texturas, a pesar que el hombre insiste en tirarle su basura y enrostrarle su ignorancia convertida en insolencia.
Sin salir de Lima entenderemos que el mundo es enorme. Tocaremos nieve, seremos golpeados por el granizo, hablaremos con las puyas, con bosques de portentosa piedra, con los molles, los totorales y las apacibles garzas. Retozaremos en esas otras playas quietas, a casi cinco mil metros sobre el nivel del mar. Y si nos animáramos a caminar duro, alcanzaríamos Tupe solo para escuchar cómo se habla, aún, una antigua lengua wari llamada jaqaru. Porque el tiempo no corre en Lima. Hay parajes donde el tiempo se ha detenido.
Al dejar la carretera y emprender el verdadero viaje por Lima, descubriremos el bosque de Zárate o las lomas del Lúcumo. Comprenderemos qué es realmente una huaca, qué es un apu, porqué el Pariacaca es el alma de Lima, porqué la flor de loma nos define bien a los de aquí. Sabremos que la protección de la naturaleza de la que tanto escucharemos en estos días, dependerá de qué tanto la conocemos, la caminamos, la sentimos.“Desde San Lorenzo hasta Ticlio y en cada tramo del camino, Lima entregará un nuevo color al lienzo del Perú. Una realidad distinta marcará con su dramatismo, la memoria del ojo”.