Los extremos exigen la lealtad absoluta de sus correligionarios. A Vladimir Cerrón, por ejemplo, le viene fácil hablar de “traición” cuando alguno de sus presuntos seguidores se desvía del plan de su partido. Para la extrema derecha, por su lado, cualquier coqueteo con posturas que creen “progresistas” te hace merecedor del rótulo de ‘caviar’ o zurdo. En ambos casos, no hay apelación a los tribunales del sentido común que valga.
Esa circunstancia nos pone a los liberales en una situación frustrante, pues la defensa de principios que consideramos básicos nos lleva a que toda tribuna nos tire sus escupitajos. A nosotros, por ejemplo, nos han dicho caviares por tocar más que con el pétalo de una rosa a Vox hace unas semanas. Pero vale dejar las cosas claras: como liberal creo fervientemente en la libre iniciativa privada y en el capitalismo como la vía que mejor ha funcionado para sacar al planeta de sus épocas más oscuras.
Canadá, por ejemplo, no es el país que es por su supuesta tendencia “socialista”. Lo es porque es uno de los países con mayor libertad económica en el mundo (puesto 9 en el Índice de Libertad Económica del Heritage Foundation), lo que le permite tener más recursos para ensanchar ese estado de bienestar que, para muchos, es una expresión nítida de socialismo. Pero nada es gratis y, como dijo Margaret Thatcher, el buen samaritano de la famosa parábola bíblica no solo es recordado por la bondad de su corazón, sino por lo llenos que estaban sus bolsillos para poder ofrecerle posada, alimento y abrigo al desvalido. Creo, sin temor a equivocarme, que la prosperidad no llega con los buenos deseos e intenciones de los gobernantes, sino con el trabajo arduo de un sector privado que, al mismo tiempo, llena las arcas con las que el Estado luego se ufana de servir a “el pueblo”.
Como liberal, además, creo que no debería existir espacio para que ningún poder central sea óbice para el desarrollo libre de cualquier individuo. Desconfiar del Estado en materia económica para luego otorgarle la tutela de la moral de un país, dándole la potestad de decidir quién puede casarse con quién, quién merece llamarse ciudadano de una nación o cómo debería comportarse tal o cual persona por cualquier condición que la naturaleza le otorgó, no tiene sentido. Es una contradicción.
Como liberal también veo las tradiciones como instituciones que están sujetas a evolucionar. El tiempo nos enseña lo que sirve y debería motivarnos a deshacernos de lo que no, y aquello que es de determinada manera por alguna razón y por algún periodo no tiene por qué quedarse incólume frente a nuestra capacidad de adaptación. Antaño, por ejemplo, el matrimonio civil era un sacrilegio contra el que había que protestar, por impío e independiente de la Iglesia.
En esa línea, y en otra magnitud, también se deben evaluar el nacionalismo y la xenofobia. A estas alturas de la historia humana, en este punto de la globalización y ante la conquista de la interconexión radical entre personas de todos los rincones del mundo, levantar banderas para antagonizar al extranjero o a quien no calza con los principios de un himno nacional o la historia de una patria es un infantilismo, nutrido por el miedo y purgado de todo uso de la razón.
El mundo no necesita de valores marcados por los estados o por grupos de poder específicos. El mundo necesita ser un escenario para que cada uno sea quien es, ofrezca lo que pueda ofrecer y procure su riqueza y su prosperidad sin que nada ni nadie se lo impida. En corto, un espacio para ser libres y dejar que otros lo sean.
Algunos me dirán ‘facho’, otros, ‘caviar’.