Cuando las encuestas apuntaban a un virtual empate técnico a escasas tres semanas para la segunda vuelta, los candidatos Pedro Castillo y Keiko Fujimori decidieron aprovechar la televisión y realizar, el sábado por la tarde, un show, haciendo tabla rasa de las más elementales medidas sanitarias. Adiós al COVID-19. Bienvenido el “todo vale” visual para ganar votos.
En una campaña signada por la pandemia, que crea enormes dificultades para las manifestaciones callejeras, y una ley electoral que limita los gastos en propaganda, los minutos de exposición televisiva se convierten en un plato apetitoso para cualquier postulante a la presidencia, debido a la capacidad que posee de llegar a millones en una fracción de segundo.
Prueba de ello fue el no-debate devenido en mitin, y en una especie de misa de sanación con derecho a invocaciones religiosas, de los hermanos Fujimori. Todo ello gracias a la excusa perfecta que le dio Castillo a su oponente, que esta aprovechó con gran habilidad aún sin contar con las garantías que todo evento de esa envergadura debería recibir del Ministerio del Interior.
Las cosas no fueron mejores en la otra orilla. La convocatoria para una supuesta presentación del equipo técnico y plan de gobierno de Perú Libre nunca ocurrió, volviéndose una marcha por las calles de La Victoria y una manifestación en la que imperó la improvisación, el caos y, paradójicamente, el desgobierno. Apenas se había previsto un tabladillo, micrófono y parlantes adecuados mientras se veía a algunos partidarios lanzando gruesos epítetos en contra de la prensa y un líder obligado a cambiar constantemente de megáfono porque ninguno funcionaba. El corolario de dicho acto fue el lanzamiento del largamente esperado plan de gobierno la noche del domingo, carente de toda fanfarria, por medio de las redes sociales.
Difícil imaginar cuántas nuevas infecciones sobrevendrán de aquellas multitudes apretujadas que gritaban a todo pulmón sus consignas sin mascarillas, insufladas por candidatos que distan mucho de la actitud responsable de quienes deberían ser los primeros en preocuparse por su salud, la de sus partidarios y de dar de un mensaje proactivo al resto de la población.
Lo visto el sábado debería avergonzarlos. ¿Cómo confiar que combatirán con eficacia la pandemia si ellos emergen como los primeros infractores de las medidas sanitarias?
No cabe duda de que con los márgenes apretados en los sondeos, la televisión es efectiva para conquistar a los indecisos, pero es conveniente advertir que puede tener también el efecto contrario. Las imágenes permiten desnudar falencias, contradicciones, actuaciones mal representadas que el telespectador percibe de inmediato, en tanto no se trata de un ser pasivo y carente de capacidad crítica.
Mención aparte merece el comportamiento reciente de algunos programas de TV y conductores, incluyendo los de entretenimiento, que vienen lanzando bravatas, salpimentadas de verborragia que suenan tan burdas como impostadas y expresan su entusiasmo por una eventual victoria de Keiko Fujimori. ¿Aló, ONPE? ¿Aló, JNE? ¿Eso forma parte de la propaganda electoral?
Quienes han concebido dichos mensajes parecen olvidar el terrible daño que eso le causa a su reputación profesional y al medio de comunicación para el que trabajan, creando las condiciones para que se vuelva un ‘boomerang’ para la candidata de su preferencia, porque retrotrae a las peores épocas del régimen de su padre. Dicho efecto quedó palpable en el cierra filas unánime que le dio la victoria a Alberto Fujimori y le costó el triunfo al Fredemo y Mario Vargas Llosa en 1990.
Es verdad que la historia nacional es pródiga en ejemplos de cómo la televisión contribuyó a inclinar la balanza en términos políticos. Basta recordar la falsa proclamación de resultados electorales en 1962 en desmedro del líder aprista Víctor Raúl Haya de la Torre, que desató graves disturbios que sirvieron como pretexto para el golpe militar encabezado por el general Ricardo Pérez Godoy. Décadas después, ocurrió la divulgación del primer vladivideo a través de las ondas de Canal N y la Marcha de los Cuatro Suyos en la re-reelección de Alberto Fujimori en el año 2000.
No obstante, con el paso de los años, la televisión ha ido perdiendo ese poder de seducción, al paso que crecía una ciudadanía más desconfiada y con acceso a otras formas de información, como las redes sociales. Basta recordar la victoria de Ollanta Humala en el 2011 a contrapelo de ese medio de comunicación.
Hoy, con en un país en el que abunda la decepción y desesperanza por el gran número de muertes derivadas de la crisis sanitaria, la pérdida de empleos, una pobreza que se incrementó 10% en tan solo un año y la falta de credibilidad de los políticos, los ciudadanos son más cuestionadores de los contenidos televisivos. Los poemas de amor a la televisión son cada vez más escasos y cualquier movimiento alrededor de las cámaras en pleno proceso electoral desata suspicacias e invoca al escándalo.
Lejanos están los tiempos en que la televisión era dueña de nuestra atención. Ahora, el electorado resulta ser menos confiado y se informa, consume noticias, videos, memes, anuncios a través de las redes sociales, condicionando que su atención sea más fugaz y en ráfagas fácilmente perecederas.
Por eso, hay que tener presente siempre las dolorosas enseñanzas del pasado. Después del 6 de junio, la prensa, en el caso particular de la televisión, poseerá un papel crucial de contrapeso para el próximo gobierno y para que ello ocurra se debe hacer con la cara bien limpia.