Una mujer en Sullana prendió fuego a cuatro gatos recién nacidos y los lanzó desde un tercer piso; dos murieron, uno quedó con la mandíbula fracturada y otro con quemaduras y heridas graves. En un supermercado de Independencia un cachorro fue abandonado en un casillero sin luz ni ventilación y rescatado por clientes que escucharon su llanto; finalmente, fue recogido por las mismas personas que ahí lo dejaron. Una estudiante mató a cuchillazos a un gato de cuatro meses que había arañado a su perro en el condominio de San Luis donde vivía; lo arrojó de un cuarto piso, pateó su cuerpo y finalmente le clavó el cuchillo. En Huancayo, una anciana bañó en combustible a un perro y lo quemó vivo porque tenía sarna. Esa clase de salvajismo (y más) ha pasado este año en nuestro país.
La primera vez que Nala se quedó conmigo a solas, hace algunos meses, yo tendría que cuidarla todo un fin de semana. No tuve mascota al crecer (salvo a Pelusa, la shitzu de piernas largas que vivía con mis abuelos) y me era ajeno ese sentimiento que experimentan aquellos que tienen la suerte de compartir su vida con un animal. Nala, una poodle de color blanco y mirada pensativa, llegó a casa de mi madre con dos meses de vida. La amé casi instantáneamente. La idea de que alguien pueda hacerle daño me perturba de tal manera que no sería capaz de controlar mi furia. Ese fin de semana me desprendí de cualquier rigidez y dejé que babeara mis almohadas mientras me acompañaba a ver televisión; permití que ensuciara con sus patitas el piso de mi cocina y recogí sin quejarme sus cacas de mi alfombra: era un ambiente que ella desconocía. Corrí con poca gracia, pero muchas ganas, junto a ella por varias cuadras de mi barrio; pedí prestado un jardín para que jugara; investigué qué restaurantes permitían su entrada (no son los suficientes) y recibí decenas de lamidos en mi mejilla para anunciarme que era hora de despertarnos. Me sentí mejor persona.
En noviembre el pleno del Congreso de la República ha aprobado por unanimidad una ley que protege a los animales domésticos y silvestres, la cual castiga actos de maltrato con hasta 5 años de cárcel en caso la criatura muera. La penitencia nos pone por encima de las contempladas en países como Colombia o Alemania, donde la pena máxima es de 3 años. Me alegra saberlo. Todavía arrastro la imagen del marido de una de mis tías mientras le propinaba una patada, y luego encerraba, a una cachorra por haberse orinado en una esquina de la sala; esto ante los ojos de varios niños quienes, impotentes, solo pudimos llorar. Abusar de un animal, un acto repudiable en todas sus formas, es el lado menos humano que un hombre puede demostrar. Que la sanción se cumpla como la ley indica.