Para algunas mentes que gobiernan el Perú, la vida solo puede ser un campo de batalla. En su concepción de la realidad, desde las trincheras, hay dos fuerzas claramente divididas: nosotros y ellos. Han abrazado la guerra política, amparados por una ideología que parece una secta. Es lo que me viene a la cabeza cuando leo los mensajes de Vladimir Cerrón acusando de “traición” a quien ose apartarse de su línea dura. Esta manera de ver el mundo también vale para quienes están al otro lado del espectro político. Para la ultraderecha, el Perú es también el campo de batalla (en ese mundo no hay adversarios ni rivales, solo enemigos). También ellos se sienten asistidos por razones morales. El mundo, en este modo de ser, está dividido en buenos y malos. Cuando algunos seguidores de Perú Libre afirman que no creen en las encuestas, responden a esta concepción original. En la mente del radical hay un esquema prefijado. Un dato de la realidad no puede alterar sus esquemas grabados con marcas de fuego. La realidad está hecha, según ellos, para acomodarse a sus ideas y principios. El mundo real no les interesa porque acabaría con sus delirios.
La secuela natural de esta postura es la confrontación. Es por eso que el 4 de agosto el presidente de Perú Libre definió la presentación del Gabinete en el Congreso como “la colisión de dos mundos, el criollo y el andino”.
Hoy en día quienes no nos identificamos ni con la extrema izquierda ni con la extrema derecha nos sentimos desamparados. No vemos en este espectro de líderes (salvo algunos casos potenciales) a alguien que nos represente. El centro es una condición de huérfanos. Y es la de la gran mayoría. Vivimos en el desasosiego, esperando las noticias que, en realidad, parecen partes de guerra.
Para los ultras, en cambio, todo es un asunto de pureza. Pureza ideológica, pureza moral, pureza racial. Urbanos, rurales. Criollos, andinos. El mundo para ellos es un conjunto de cajones cerrados. Su fanatismo los lleva a ignorar cualidades esenciales a los peruanos. Las mezclas, las zonas grises, los estados intermedios (es decir, todo lo que define a la gran mayoría) no van con ellos. Su llamado a las armas ignora que no hay etnias puras. El presidente tiene un nombre y un sombrero (notorio) que se originan en España, por no hablar de su idioma.
Nada más alejado de las posturas radicales que el humor. El peruano procesa el mundo a través del humor, como lo muestran todos los programas cómicos en la televisión y la radio. No me imagino, sin embargo, a personas con menos sentido del humor que a los lideres de la ultraderecha y la ultraizquierda.
Durante estos días he pensado en un líder con un enorme sentido del humor, unido a un genuino compromiso y a una capacidad de integración. Me refiero a Alfonso Barrantes Lingán, paisano del actual presidente. El año pasado se cumplieron 20 años de su ausencia. El Vaso de Leche y las otras obras que promovió significaron mucho más para la población que todas las propuestas sobre la Asamblea Constituyente de la actualidad. Barrantes no gobernó desde las trincheras. Le interesaba caminar con la gente. Nunca nadie cuestionó su honestidad o la de sus colaboradores. Manejaba un escarabajo celeste “más viejo que Matusalén”. Una de sus frases fue: “Que Dios nos libre de la intolerancia”. El presidente Valentín Paniagua afirmó que había buscado “soluciones consensuadas para la problemática del país”. Alfredo Bryce dijo de él: “Se las sabía todas”. Se le extraña en estos tiempos de tambores.