Aunque fuera solo una vez al año, el 25 de diciembre sería el día más apropiado para recordar que convivimos en una misma casa con “hermanos” peruanos que padecen una gran, hasta extrema pobreza. Para los que no somos pobres, la convivencia es una carga, por lo menos psicológica, pero siglos de historia nos han preparado para soportarla con filosofía. “Los pobres estarán siempre entre vosotros”, y “la pobreza es una ventaja para llegar al cielo”, nos explicó Jesús.
No obstante, una novedad muy reciente, de poco más de un siglo, nos ha creado la ilusión de una posibilidad de cambio radical en la historia de la humanidad: la extirpación total de la pobreza. El mundo entero se ha comprometido con esa ilusión, declarándole la guerra al hambre y a la pobreza extrema según el primero de los Objetivos de Desarrollo del Milenio acordados por las Naciones Unidas, compromiso firmado, por supuesto, también por el Perú. Más aún, el progreso hacia ese objetivo en un gran número de países, incluyendo el Perú, ha sido impresionante desde el inicio del milenio.
Pero a pesar de la fuerza del compromiso, y de los avances logrados, se hace evidente cierta confusión con relación al camino por seguir. Algunas de las ideas nos llevan a un exceso de pesimismo, y otras a un exagerado optimismo.
Una idea central del error pesimista es que la reducción de la pobreza se encuentra amarrada al crecimiento económico. Para un país aún pobre, se dice, el espacio para la redistribución es muy limitado, y es necesario el crecimiento de toda la economía para una reducción de la pobreza. Se trata de un argumento favorito de muchos economistas, cuya formación, quizás, los predispone a ser filosóficos en cuanto a las posibilidades humanas. La idea, incluso, ha sido formalizada con el concepto de una “elasticidad,” relación matemática que condicionaría la reducción de la pobreza al aumento del PBI. Cualquier reducción de la pobreza que no fluye de un crecimiento productivo sería incluso contraproducente, reduciendo el crecimiento futuro y atrasando así la reducción de la pobreza.
La experiencia peruana no parece conocer esa “ley”. A pesar de la expansión extraordinaria de nuestra economía a lo largo del siglo veinte hubo una muy limitada reducción de la pobreza, condición que seguía afectando a dos tercios de la población a fines del siglo. Por contraste, el aumento productivo durante el nuevo milenio sí ha sido acompañado por una reducción sin precedente de la pobreza, la que, en apenas dos décadas, se ha reducido de casi 60 por ciento a 20,5 por ciento de la población.
En mi opinión, el efecto tan diferente se ha debido no a una mayor tasa de crecimiento económico sino a un conjunto de políticas de desarrollo dirigidas directamente a las regiones rurales de la sierra donde se encontraba la mayor parte de la pobreza, especialmente inversión en caminos, electricidad, telecomunicaciones y educación. En pocos años se ha reducido sustancialmente el déficit histórico de inversión en esas regiones, efecto productivo que ha sido complementado con algunos programas sociales. Sin duda, el desarrollo de nuestras diversas exportaciones y de la economía urbana ha contribuido a la reducción de la pobreza rural, pero el impacto de ese desarrollo sobre la pobreza nacional hubiera sido mucho menor sin las inversiones y políticas de apoyo dirigidas directamente a la economía rural de la sierra y selva.
En realidad, la reducción de la pobreza ha sido aún mayor. Según el INEI, no solo se ha cortado el número de pobres en dos tercios, sino que al mismo tiempo se ha reducido el grado promedio de pobreza de los que siguen siendo pobres. Lo que podría definirse como el “faltante” de ingresos, el monto que permitiría que nadie sea “pobre” según la definición del INEI, hoy es apenas uno por ciento del PBI, abriendo la posibilidad de una política redistributiva más radical para de una vez cerrar la totalidad de la brecha.
Pero, si bien el problema no es tan difícil, tampoco es tan fácil, como se deduce de la persistencia de la pobreza en los países más desarrollados, como los EE.UU. y los europeos. Recuerdo mi asombro cuando me tocó trabajar en Washington durante los años setenta. EE.UU. destacaba como el líder indiscutido del desarrollo económico en el mundo, sin embargo, no había encontrado la fórmula para resolver la pobreza extrema de muchos de sus ciudadanos, quienes incluso vivían en las calles. Esa misma indigencia abierta está a la vista en varias de las principales ciudades de Europa. Lo más evidente es que la solución de la pobreza no pasa por una simple fórmula o “elasticidad” económica sino por una mayor comprensión social.