Debo de ser el hombre más perezoso del mundo, piensa Barclays, sin un átomo de culpa, orgulloso de sí mismo.
Un día tranquilo y feliz comienza para Barclays a las dos de la tarde, hora en que despierta a regañadientes, se despoja de su ropa para dormir (numerosas prendas de cachemira y zapatos negros, pues duerme con medias gruesas y zapatos), se viste siempre de azul y baja a la cocina de su casa.
Su esposa le pide que se bañe al despertar, o que al menos se lave la cara con jabón, pero Barclays no le hace caso y evita el agua como si fuera un gato. Bien mirado, es una suerte de gato humano, todo el día durmiendo, alejándose de la gente, evitando los conflictos, buscando una esquina en la penumbra para esconderse.
Ya en la cocina, toma un jugo de naranja con linaza, traga varias pastillas (para no deprimirse, no quedarse calvo, no volverse impotente, no oxidarse del todo) y lee, sentado a la mesa del comedor, sus correos electrónicos, entre ochenta y cien mensajes más o menos prescindibles. No contesta ninguno. Si le piden favores, no contesta. Si lo invitan a un evento, no contesta. Si le proponen una reunión o una entrevista, no contesta. No quiere ver a nadie. No quiere tener jefes, colegas, amigos, admiradores. Quiere que lo dejen en paz, como un gato arisco.
Poco después, sale de su casa acompañado por su esposa, una mujer veinticinco años menor que él, que parece su hija. Está despierta desde las ocho de la mañana. Practica varios deportes, mientras él duerme, principalmente tenis y karate. Por eso está en estupenda forma atlética y él, que solo hace estiramientos de gimnasia con un profesor particular los fines de semana, está viejo, gordo, acabado. Viejo, gordo, acabado, pero bien descansado, se defiende.
Barclays conduce su camioneta hasta un café cercano. Su esposa pide lo de siempre: una tostada con aguacate y huevos y una copa de champaña. Barclays pide lo de siempre: pastel de espinaca con ensalada y jugo de frutos rojos. No bebe alcohol. Nunca bebe alcohol. Dejó de beber alcohol cuando dejó de aspirar cocaína. No le cuesta trabajo ser abstemio. Le costaría trabajo ser alcohólico.
De regreso en su casa, Barclays trabaja, o simula trabajar. Lo bueno para él es que todo lo hace sentado, en una sala fresca, bien refrigerada. Se desparrama en un sillón de cuero reclinable, mientras piensa, amodorrado, que es un privilegio trabajar en esas condiciones tan propicias a la felicidad: solo, en silencio, cómodo, más echado que sentado, los teléfonos apagados, pues si alguien lo llama, irá directamente al buzón de voz. ¿En qué trabaja Barclays, o cómo trabaja? Entra en YouTube, busca videos de interés periodístico y los envía uno a uno a su editor en el canal de televisión. De ese modo, se informa de lo que está pasando en el mundo. Recorre fuentes periodísticas en español y en inglés y diseña un primer bosquejo de lo que será su programa esa noche.
Ese trabajo, el de elegir los videos periodísticos del programa, le toma exactamente una hora. Hacia las cinco de la tarde, sube a su habitación, se cambia de ropa, se pone una gorra o un sombrero (se jacta de poseer una colección de sombreros) y le dice a su esposa que está listo para grabar. Entran juntos a una sala bastante helada, el estudio de grabación de la casa, una sala bien equipada, contigua a la del sillón reclinable donde, minutos antes, Barclays ha elegido los videos. Su esposa enciende las luces, le coloca el micrófono, acomoda las cámaras y le hace una seña para que empiece a hablar: ¡lo hace todo bien! Barclays habla. ¡Cómo le gusta hablar! ¡Ha nacido para hablar! Habla entre diez y veinte minutos. Antes hablaba de cosas personales, sentimentales. Ahora prefiere hablar de política. Cuando habla de política, convoca más espectadores. Así son las cosas, así se mueve el mundo, esas son las reglas del juego. Barclays no lee, no memoriza, prefiere improvisar. Antes ha elegido el tema, trazado una mínima hoja de ruta y reunido alguna información valiosa para que el despacho quede redondo. A veces está hablando apasionadamente y llega el perro y lo interrumpe. No importa: la vida es un caos, hay que saber adaptarse al caos, hay que reírse del caos.
Terminada esa grabación de quince minutos más o menos, su esposa se ocupa de subirla de inmediato a la nube y Barclays envía un correo a sus editores, diciéndoles cuál debe ser el título de ese despacho. Una hora después, el video está exhibido en el canal personal de Barclays en YouTube, un canal que los Barclays fundaron hace apenas trece meses y tiene ya cerca de seiscientos mil sunoscriptores. A veces, los despachos de Barclays registran medio millón de espectadores, o un millón, o dos millones, sobre todo si son de política. Barclays y su esposa se sienten orgullosos, raramente optimistas: ahora disponen de un canal de televisión que se ve en todo el mundo y convoca a millones de personas. Y todo lo hacen en la comodidad de su casa, sin que él tenga que maquillarse ni vestir una corbata ni hacer pausas comerciales ni obedecer a unos jefes odiosos. Han encontrado, por lo visto, el trabajo perfecto, el trabajo soñado.
De inmediato, Barclays se da una ducha fría, viste traje y corbata, se maquilla, come unos huevos revueltos blancos que le ha preparado su esposa, bebe un café y sale en su camioneta negra de ocho cilindros, quinientos caballos de fuerza, rumbo al canal de televisión. Son las siete en punto de la tarde, aún no ha oscurecido. No le molesta manejar por las autopistas. Le gusta conducir a alta velocidad. Se considera un buen piloto, como su padre. En los treinta años que lleva viviendo en esa ciudad, solo lo han chocado una vez, y no fue su culpa, lo chocaron unos sicarios con intención de hacerle daño y salvó la vida gracias a las bolsas de aire.
Cuarenta minutos después, llega al canal de televisión, en un barrio desangelado. Lo esperan los gatos. Son diez en total: nueve escondidos debajo de los autos, fuera del parqueo del canal, y uno que se pasea tan orondo por el estacionamiento, como si fuera el amo y señor del canal. Disfrutando del momento, volviéndose de pronto un gato humano, Barclays les habla, les sonríe y les deja una lata de comida para cada uno. Los quiere, son parte de su familia. Cuando viaja, los extraña, piensa en ellos, se tortura pensando en que estarán pasando hambre. Pero los gatos son demasiados astutos para depender de Barclays o de nadie.
Barclays entra en la sala de edición. Durante una hora, elige, abrevia y ordena los videos periodísticos que habrá de presentar y comentar. Termina esa tarea faltando media hora para empezar el programa. Luego se encierra en su oficina, bebe dos tazas de café, come un chocolate y se esparce más polvos de maquillaje en el rostro.
A las nueve en punto, comienza el programa. Está haciendo televisión convencional, a la antigua, en un canal determinado, a una hora señalada. Le gusta hacer televisión en su formato clásico, lleva haciéndola cuarenta años. Pero el programa que hace en su casa llega a más gente y se ve en todo el mundo, a diferencia del que hace en el canal, que llega a menos gente y se ve solo en el país donde se emite dicho canal.
Concluido el programa, Barclays se limpia el maquillaje en su oficina, reparte más comida a los gatos y maneja de regreso a su casa, como si llevara prisa. El perro lo recibe con alborozo. La gata lo ignora con elegancia. Se sienta a comer algo, acompañado por su esposa. Luego, a las doce en punto de la noche, toma sus pastillas para dormir.
Entre la medianoche y las dos de la mañana, hora en que apaga la luz y busca el sueño, pueden pasar un número de cosas inciertas y placenteras: obligarse a escribir, hacer el amor con su esposa, ver goles en los resúmenes de YouTube, leer las noticias o hundirse a bucear en el océano de algún libro fascinante. Su esposa se duerme siempre antes que él. Antes de dormir, Barclays le manda un beso a su hermana, que se ha mudado a un lugar sereno, beatífico y eterno al que, sospecha, él nunca llegará.