Cuando uno, desde la orilla, voltea la mirada hacia los Andes, no deja de impresionarse por ese macizo que yace imponente del otro lado de la realidad peruana. No se puede hablar de la cordillera como si fuera una sola cadena de montañas que atraviesa el corazón del país. Se trata de un conjunto de elevaciones. Una compleja red de cordilleras intermontanas, cordilleras laterales y valles donde no existe cuenca igual a otra. Altitudes y latitudes que convergen incrementando suelos, paisajes y gentes.
Los Andes son una sucesión de estribaciones que laten a destiempo, signada por desenlaces inesperados. Aún así, se trata de una cordillera joven, en su proceso de crecimiento. El roce de placas genera movimientos tectónicos que cada cuanto nos sumen en un profundo pavor, respeto y ansias por aplacar lo que alguna vez sentimos como la ira de los dioses.
Se trata de la segunda cordillera más alta del mundo luego de los Himalayas y constituye la columna vertebral de nuestro territorio. Tiene siete mil doscientos cuarenta kilómetros de largo. De ellos, mil ochocientos cruzan el Perú. Corre paralela al océano Pacífico, por eso mar y montaña se hermanan construyendo una realidad que impresiona por su contraste: desde las olas avistamos cumbres como presencias tutelares, y en las faldas de estas gigantescas formaciones el desierto extiende su manto áspero y aparentemente monocromo, pues cuando el celaje se apodera del tiempo, se asoman como viejos duendes los violetas, los dorados, negros y azules.
La cordillera lo es todo aquí: posibilidades y retos colosales. Define al Perú como un territorio de alto riesgo productivo, pues donde llega el agua, la tierra no es cultivable, y donde la tierra es buena, el agua es escasa. De un lado de los Andes los ríos son estacionales, tímidos y no navegables. Uno podría cruzarlos a pie. En la vertiente oriental, vienen cargados de designios, leyendas, son largos, caudalosos, navegables. Lo son todo. Ya no será el arenal sino el bosque tropical, ya no las cactáceas y sí las bromelias, los líquenes, el indómito verdor que no deja al sol penetrar con su rayo de luz.
Siempre digo que el Perú es, sobre todas las cosas, una creación cultural. Un devenir. Un solo de entusiasmos, de ingenios, de historias de emprendimientos, de maneras de vencer los obstáculos. Y es que nada fue fácil en esta tierra andina, fragmentada, escarpada y abrupta, húmeda y polvorienta, caliente y gélida, que se insinúa apenas abrimos los ojos.