Ayer se cumplió una fecha memorable de nuestra historia. El 15 de julio de 1821, Lima era un revuelo de tensiones y expectativas. Por la mañana, el alcalde de Lima, el conde de San Isidro, esperaba la reunión a Cabildo Abierto con el propósito de que se firmara el Acta de Independencia. El General San Martín ya estaba en Lima. Diez días antes, el virrey, José de la Serna, había abandonado la capital en dirección a la sierra. Una guarnición de españoles había quedado en el Castillo del Real Felipe, pero el ambiente era favorable a la llegada del libertador argentino. Sin embargo, algunos peruanos pensaban que la independencia no era una buena idea. Muchos de ellos pelearían en favor de los españoles en las batallas de Junín y Ayacucho. La Guerra de la Independencia fue también una guerra civil.
El texto del Acta, redactado por el abogado arequipeño Manuel Pérez de Tudela, afirmaba que “la voluntad general está decidida por la independencia del Perú de la dominación española y de cualquier otra extranjera…”. Afuera del edificio del Cabildo muchos limeños gritaban a favor de la independencia. Se procedió a las firmas. Puso sus nombres la mayor parte de los miembros del Cabildo, y muchos invitados. Entre ellos estaban nombres de las familias nobles de Lima, que habían vivido del colonialismo. Allí aparecían el Conde de la Vega de Ren, el Conde de las Lagunas, el Marqués de Villafuerte. También algunos peruanos ilustres como José de la Riva Agüero e Hipólito Unanue, entre muchos otros. Uno de ellos fue Manuel Amat y Villegas, el hijo del Virrey y de la Perricholi, que había muerto dos años antes. El hombre de la calle no había sido invitado a la firma, pero se hacía oír en las manifestaciones. Hoy, en la Pinacoteca Municipal Ignacio Merino, se conserva una pintura, de autor anónimo, de uno de los firmantes del Acta.
¿Por qué firmaron? Por todas las razones que definen al género humano. Temor, ambición, codicia, amor y compromiso. Miedo al ejército libertador, interés en ser parte del nuevo gobierno, un genuino sentido patriótico. Luego, algunos de los firmantes se fugaron y algunos otros se pasaron al bando realista. Otros se mantuvieron en sus convicciones. Pero ni la firma del Acta ni la declaración de la independencia que realizó San Martín días después, sancionó la independencia. Para eso fue necesario que se dieran las dos grandes batallas. El mosaico de firmantes fue solo un antecedente.
Ese mosaico es un espejo de lo que somos hoy. Tenemos una enorme cantidad de partidos (se anuncia nueva bancada). Cada partido es un grupo abigarrado de voluntades. Posiciones irreconciliables quieren unirse para formar candidaturas a la Mesa Directiva del Congreso.
La dificultad que tenemos en dialogar y formar instituciones tiene un origen histórico. Firmamos actas, damos discursos, pero incumplimos nuestras declaraciones. El valor de las palabras es una de las primeras víctimas en la política. Términos como “pueblo” son tan manoseados que ya no significan nada. Esta derrota de las palabras es grave, porque el lenguaje es el lazo de las comunidades. Si las palabras se devalúan, la incertidumbre, y su secuela, el miedo, se apoderan de una sociedad.
Es lo que ocurre ahora que estamos entre un candidato que pasa los días oculto como si estuviera en la clandestinidad y una que no acepta su derrota, como si estuviera en el gobierno. Y en cada uno de esos partidos hay un mosaico similar al de los firmantes de hace doscientos años. Esperemos que esta vez la violencia no sea la secuela de tanto encono.