“Tomó un té sucio”. Fabricio, querido compañero de nido de mi hijo de 3 años resumió así el motivo por el cual el capitán tiene suspendida, hasta el momento, su participación en el Mundial. Y tiene razón. Hace la más exacta sentencia.
Unas cinco mil personas marcharon el domingo desde el Campo de Marte hasta el Estadio Nacional en solidaridad con Paolo Guerrero, con la indignación de un país ante lo que consideramos una injusta mancha en un peruano ejemplar. Con familias enteras compartiendo vivamente el sentido de la ofensa, entre ellas niños, mamás, papás y abuelos igualmente movilizados. Emocionantes cantos y carteles de apoyo con frases hondas destacaban en el mar de gente que se desplegó durante toda la tarde. Como el que decía: “Perú #ModoGuerrero”. Es decir que ni los gastos de la Comisión Lava Jato ni el nuevo cardenal Barreto ni la boda de Harry y Meghan importan ahora tanto. El Perú está en modo Guerrero. Y el que quiera saber nuestra verdad lo puede hacer googleando “El mundo quiere a Paolo en el Mundial”.
La afición peruana lo vive en blanco y rojo, es decir, en pureza y sangre, con el espíritu de sacralidad que da saber que Rusia es La Meca, y que hacia allá vamos. Paolo es blanco y rojo. Pureza y sangre. Lo dio todo, se la jugó entero en estas Eliminatorias, en su carrera como deportista de élite, en su entera vida personal. No importan tanto los detalles. Él es puro. Tomó un té sucio. Por eso se contaminó.
Uno de los estudios primordiales de la antropología se llama, precisamente, “Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de polución y tabú”, y su autora, la británica Mary Douglas –una de las sacerdotisas del pensamiento humanista occidental–, identificó en él los significados más recurrentes de lo que se puede considerar “sucio”. Tras un estudio comparativo en sociedades distintas del planeta, Douglas halló que lo sucio, en general, es lo que está fuera de lugar. Lo que no es correcto. Lo desarreglado. Y Paolo no es, bajo consideración alguna, sucio, de ningún modo.
Hay rezos en esta petición masiva. Cualquier mediación efectiva para la intervención divina es clave porque aún, en el interminable camino de sacrificios de nuestro héroe, no se ha dado el pitazo final a su historia. Almanaques de cocina testimonian la intimidad del héroe con la familia. Es que él se sienta a la mesa, participa de las conversaciones en casa. Las vírgenes y los cristos, por otro lado, afirman la necesidad de que Dios entre al campo de juego. “Señor: milagro para Paolo”, suplica una mujer con un cartel en la mano. El capitán no está solo en el cartel. También está el Señor de la Justicia, un cristo que simula estar cantando un himno en la tribuna. A su lado, el delantero está retratado en otro cuadro con fondo celestial, con la mirada iluminada.
En su estudio “Mundos sociales imaginarios”, el antropólogo John Caughey presentó una investigación de casi una década realizada en Estados Unidos, Pakistán y Micronesia, centrada en los seres “imaginarios” con los que la gente dialoga y en quienes proyecta expectativas y esperanzas en su quehacer diario. Descubrió que las personas construyen relaciones permanentes con personajes de la televisión, de las películas, y del deporte de alta competencia, conversando con ellos, con “contacto físico”, incluso, y con frecuencia tejiendo historias de futuros compartidos. Caughey concluye: no vivimos solo de los hechos objetivos, mucha de nuestra existencia es la intensa experiencia de fantasear íntimamente con las celebridades que dan sentido a nuestros procesos de transformación.
“Nothing will stop us playing fair” (“Nada impedirá que sigamos jugando limpio”), es el mensaje que se extiende largo y sólido, en blanco y rojo, en bilingüe, sobre una enorme banderola, en la Avenida de la Peruanidad. Gente de toda condición, color y peso lo sostiene afirmando también: “Paolo, creemos en ti”. Guerrero de nombre, Guerrero por naturaleza. Paolo encarna una lucha que es, en suma, la bronca interna que nuestro ser imaginario quiere dar en un país atragantado por la miseria moral y destruido por la corrupción. Una pelea cuyo positivo desenlace no veamos, quizá, pero que queremos dar para que nuestros hijos lo disfruten. Por eso, estamos contigo, capitán.