El gobierno de Pedro Castillo experimenta un rápido desgaste si valen como indicadores varias señales iniciales. El pasmo con el que reacciona su gestión es tal, que se abre la genuina interrogante sobre las motivaciones para llegar al cargo.
Las primeras cifras de aprobación presidencial grafican una gestión recibida mayoritariamente con apatía. Si bien los opositores más radicales pueden ver las cifras (39%, según Datum; 40%, según CPI) como llamativamente altas, considerando los serios despropósitos en los que se ha incurrido, lo cierto es que ningún presidente había empezado su gestión con cifras tan bajas.
De hecho, como una comparación algo forzada, las cifras de la segunda vuelta suelen ser el punto de partida y sobre ellas se acumulan puntos adicionales. No es el caso de Castillo. Su votación de junio, 46,9% de los votos emitidos, es considerablemente más alta que sus primeras cifras de popularidad. En los puntos perdidos deben estar varios de los defraudados que optaron por darle una oportunidad a Castillo, a pesar de las numerosas señales de alerta que generaba.
Por lo demás, visto en comparación con sus antecesores desde el 2001, esta cifra era alcanzada después de un proceso de desgaste, en algunos casos más temprano que en otros, pero nunca así de rápido. La regular luna de miel con la que suelen iniciarse las gestiones presidenciales parece ser solo una lejana referencia.
Según cifras de Ipsos Perú, los presidentes cuyo mandato surgió de las urnas han esperado entre 3 y 23 meses para ubicarse con una aprobación similar a la que hoy exhibe Castillo. El impopular Alejandro Toledo esperó cerca de tres meses para ver un deterioro similar (42% en octubre del 2001), mientras que Alan García recién llegó a esta situación casi al año de completar su mandato (42% en junio del 2007).
Incluso el precario Pedro Pablo Kuczynski, que enfrentaba una oposición muy hostil en el Parlamento, tuvo algunos meses de gracia y recién vio un desgaste similar seis meses después (43% enero del 2017). Solo Ollanta Humala tuvo una resiliencia relativamente prolongada: la primera cifra similar llegó cuando estaba por completar su segundo año de mandato (41% en junio del 2013).
Es evidente que, en gran medida, el desgaste tiene que ver con las primeras señales de improvisación y ceguera. Entre la tardanza en conformar el Gabinete y las muy cuestionables designaciones en la gran mayoría de sectores, que reflejan alianzas y no el mensaje de segunda vuelta en su conjunto, convierten al elenco ministerial en un temprano pasivo.
El primer ministro Guido Bellido, llamado regularmente a proyectar un norte o ser un puente con la oposición, parece más preocupado en prolongar la dinámica intransigencia de su principal experiencia política acumulada. Si su nombramiento pareció una provocación, por su radicalismo y sus antecedentes, sus primeros gestos han terminado convirtiéndose en un ruido constante.
Al margen de la decisión que tome el Parlamento en el voto de investidura, el Gabinete, sobre todo por quien lo lidera, no parece representar el mejor elenco para enfrentar la peor crisis social, económica y política de los últimos años. Ojalá el capital humano forjado en cada sector sea suficiente para encaminar al país a buenos desenlaces.
Han pasado solo dos semanas desde el inicio de mandato y es claro que Castillo tendrá que hacer un marcado giro de timón si quiere dotar a su (por ahora) errática gestión de algo cercano a un norte. La campaña ha terminado; las arengas y gestos reivindicativos deben ser reemplazados por la voluntad de gobernar y mostrar resultados ante una impaciente ciudadanía. ¿O es que, por contradictorio que parezca, gobernar no es de interés del gobierno?