Con la publicación de su encíclica “Laudato Si”, el Papa Francisco ha sumado su voz a la de quienes, alertándonos sobre los graves peligros del cambio climático, nos señalan como sus principales causantes y nos conminan a asumir la responsabilidad de producir un cambio que no admite postergación.
Justo cuando mal que bien parecemos habernos puesto de acuerdo como país en que el crecimiento económico debería ser nuestro norte, resulta que hay que ponerse a andar con cuidado y hasta el Sumo Pontífice sale a advertirnos de que al mundo le hace un irreversible daño tanto desenfrenado crecimiento y consumo.
Esto, cuando menos, tendría que incomodarnos. Somos un país de una fuerte tradición católica, pero hasta hace poco hemos venido siendo también la vedette del crecimiento económico en la región. Vamos a misa los domingos, nos damos golpes en el pecho y nos persignamos al entrar a la cancha, pero hemos probado ya las mieles del consumo y nadie, que se sepa, se anda quejando de haberse empalagado.
Sin embargo, no parecemos agobiados. Y entre la Copa América, la crisis de los griegos, las ya frecuentes muertes a balazos y la Cumbre de la Alianza del Pacífico hemos sabido proseguir con el arte de no darnos por enterados.
¿Cómo explicar semejante desplante al Obispo de Roma? ¿Por qué, siendo tan grave la amenaza que se cierne sobre nuestra existencia en el planeta, no hemos visto las calles tomadas por una urgente marcha por la vida?
Creo que al menos parte de la explicación tiene que ver con que, al pedirnos abandonar o cuando menos moderar un estilo de vida en el que la producción, el consumo y la búsqueda de ganancias no reconocen límites, el Papa se estrella con la que hoy por hoy es nuestra más inexpugnable resistencia. Nos importa la vida, por supuesto, pero no tanto como nuestro estilo de vida.
No se trata de algo trivial. El propio pontífice declara que hemos divinizado al mercado y lo hemos convertido en regla absoluta. No se trata solo de los países ni de las grandes corporaciones. Se trata también de nosotros. ¿Seremos capaces de renunciar a las comodidades materiales a las que nos hemos habituado, si no por salvar nuestras almas, por lo menos por salvar el planeta?
“Nadie puede servir a dos señores”, dicen los Evangelios, “porque se aborrecerá a uno y se amará al otro, o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y al Dinero”.
“Alabado seas”, titula Francisco la carta que nos ha enviado. No es solo una invitación a proteger el medio ambiente. Es sobre todo una pregunta. ¿A qué Dios alabaremos? ¿Al de la creación o al del consumo?