El populismo no es una ideología, sino una práctica política. Esta, como casi todas, consiste en actores, narrativas, cultura y diferencias; pero, sobre todo, necesita de una ciudadanía que la aliente o, al menos, la permita.
Como bien sostienen Jordan Kyle y Limor Gultchin del Instituto para el Cambio Global Tony Blair, la narrativa populista consiste en al menos dos argumentos básicos. El primero, que los verdaderos ciudadanos (“el pueblo”) están en permanente conflicto con “foráneos”, incluyendo a las élites establecidas. El segundo, que nada debe limitar la voluntad popular (los intereses “del pueblo”).
Desde ahí, el discurso debe girar en torno a declaraciones positivas, no normativas: más importante que lo que “debe ser” es “lo que es”, y las leyes y reglamentos de cualquier tipo se subrogan a los deseos, pasiones e intereses de las mayorías, sin importar el costo que dichas acciones generan en el futuro (que, por supuesto, impactan necesariamente también en las mayorías).
En los últimos años, los peruanos hemos caído poco a poco en una dimensión populista de la que será difícil resurgir. Por supuesto, la responsabilidad apunta a los líderes políticos: son ellos los primeros en la línea ofensiva del discurso populista. Pero dicho discurso no fluiría sin una ciudadanía ansiosa por escucharlo. De ahí que en distintas ocasiones la casta política (aunque no en exclusiva) nos mienta a la cara sin consideraciones o tapujos de algún tipo.
Después de haberse coludido con la oposición, de haber complotado con los antimineros en Arequipa (a espaldas de la ciudadanía), de faltar a la verdad en los graves casos que se han ventilado recientemente (Richard Swing, Miriam Morales, Karem Roca, “los amigos del tenis” y otros), el presidente Vizcarra sostiene que practica una política “transparente”. Los hechos, por supuesto, lo desmienten hace mucho y, sin embargo, el mandatario continúa gozando de cifras de popularidad por encima del promedio. ¿Por qué? En simple: porque viene sintonizando con los ánimos y reclamos populares, incluso entrometiéndose en casos judiciales y sobrepasando otros poderes del Estado (recientemente opinó sobre un fallo del Tribunal Constitucional [TC]). Populismo a la vena.
El Ejecutivo, por supuesto, no es el único que ha practicado el populismo sin límites. El Legislativo, qué duda cabe, es una fontana inacabable de ello: la liberación de los fondos de las AFP, el caso de la devolución de los fondos (inexistentes, por cierto) de la ONP, propuestas para limitar la tasa de interés, congelar las deudas, controlar los precios, entre muchas otras, son materia de preocupación en el Perú y en el extranjero (ya impactan en la calificación de riesgo del país).
Pero estos poderes no son los únicos que practican el populismo sin repulsiones. El reciente fallo del TC, envuelto en un tenor de interés popular y no jurídico, agrava sustancialmente este torbellino populista.
La pregunta, por cierto, no es cómo saldremos de esto, sino si podremos salir. Miren a Argentina.