Anita Sarkeesian tuvo que cancelar una charla que a iba dar en la Universidad de Utah luego de que los organizadores recibieran un correo anónimo anunciando “la más grande matanza de la historia de las universidades norteamericanas” si la dejaban presentarse. La flamígera retórica de esta amenaza podría llevarnos a pensar que sus autores pertenecen a las filas del Estado Islámico y que la señorita Sarkeesian pretendía cuestionar los más sagrados de sus dogmas fundamentalistas. Pero no. Aunque casi. Porque Anita Sarkeesian quería hablar sobre video juegos. Y, por lo visto, con eso tampoco se puede jugar.
De hecho, eso es algo que Anita comenzó a intuir desde niña, cuando su madre se negaba a comprarle un Game Boy aduciendo que el propio nombre del aparato dejaba bastante claro que no era para niñas. El universo de los videojuegos se entendía como predominantemente masculino y alrededor de esa esencia ha seguido consolidándose toda una subcultura -y una poderosa industria que hoy mueve setenta mil millones de dólares al año-.
Pero algunas cosas han ido cambiando. Por un lado, la propia industria ha buscado acercarse a un público más amplio y variado que el tradicionalmente masculino. Por otro, aunque en clara minoría, cada vez hay más mujeres entre los desarrolladores de juegos nuevos. Y por último, la crítica feminista ha llamado la atención sobre la manera en la que las mujeres suelen ser representadas en muchos de los más populares video juegos. Como la propia Sarkeesian y otros han venido haciendo notar en años recientes, se les suele retratar como víctimas, objeto de deseo sexual para los ojos de los hombres (heterosexuales) o como mera decoración, reforzando así la idea de que la mujer es básicamente un ser menor, un objeto cuya finalidad en el planeta es acatar los designios y caprichos del hombre.
Estos cambios no han caído bien entre algunos de quienes se sienten “socios fundadores” del club de los video juegos, los tradicionales “gamers”, tanto fanáticos como desarrolladores. Sienten amenazadas las fronteras y las reglas de lo que ven como su exclusiva parcela, tanto por los entusiasmos e intereses distintos de un público femenino, como por la fastidiosa exigencia de corrección política que no los deja divertirse. Motivo suficiente para amenazar de muerte y silenciar las voces que tienen la osadía de reclamar su espacio y de exigir que se les trate como si fueran personas.
Un impulso que desafortunadamente no se limita al universo de los videojuegos, sino que es más bien un reflejo de lo que ocurre en la sociedad en general. Porque es el mismo impulso que busca mantener a raya, aquí y en otras partes, a las mujeres, los inmigrantes, los homosexuales, las minorías y quienes quieren llevar una vida distinta. El mismo impulso que nos emparenta, aunque no nos guste pensarlo, con nuestro primos talibanes o de Boko Haram.