Garantizar la seguridad y el cumplimiento de la ley son, ambos, parte de los pilares de los estados democráticos. Y en ellos, el Perú arrastra graves problemas.
Hay dos frentes claramente discernibles. Por un lado, está la seguridad de los ciudadanos, principalmente en las ciudades, protegiendo su vida, integridad física y propiedad. En este aspecto, la situación no hace sino agravarse y me temo que, dada la escasez de ideas y políticas del Gobierno al respecto, las que se corroboraron en el nuevo discurso de investidura, vamos para peor.
El otro es el enfrentamiento a las economías criminales que se desarrollan principalmente en zonas rurales, como consecuencia de la dificultad del Estado para controlar su territorio. Hablo principalmente de la minería ilegal, la tala ilegal, el tráfico de fauna y flora silvestre, el contrabando, la trata y el tráfico de personas; y, por supuesto, del narcotráfico que, en el Vraem, se superpone en mucho con la presencia del Militarizado Partido Comunista del Perú (léase, los Quispe Palomino y sus secuaces).
Me concentro en el narcotráfico.
Hay un debate internacional sobre la eficacia que han tenido 40 años de lucha contra las drogas. Me incluyo entre los que piensan que la mejor alternativa es la progresiva legalización de las drogas prohibidas, pasando a ser controladas y reguladas, como es el caso del alcohol y el tabaco. Es decir, fuertes restricciones y condicionamientos, sumados a impuestos altos, a invertir en campañas de prevención de su abuso y de atención a las víctimas de esas adicciones.
Pero no estamos en eso. La cocaína es una droga ilícita a nivel global y no hay ningún indicio de que ello vaya a cambiar en el mediano plazo. Lo que cabe en el caso de los países productores son estrategias para la contención del problema.
En ello trabaja la Dirandro, actuando contra los narcotraficantes, la Unidad de Inteligencia Financiera, para el lavado de activos, Devida, promoviendo estrategias de desarrollo alternativo para las zonas más expuestas, y el Corah, en la erradicación de cultivos ilegales destinados al narcotráfico.
Esta última está en la mira de este Gobierno. En la propuesta que ha llevado la primera ministra para obtener la confianza de su Gabinete, plantea reabrir el padrón de lotes destinados al consumo legal de coca. Una barbaridad, dado que los actuales abastecen holgadamente las necesidades de Enaco para el consumo tradicional. El resto, la inmensa mayoría, van directamente al narcotráfico. Reabrir el empadronamiento es darle legalidad y protección a quienes proveen el insumo de la cocaína. Es detener todo esfuerzo de erradicación hasta que se termine con ese proceso, que obviamente tomaría años.
Hay que tomar en cuenta que la cantidad de hoja de coca que necesita el narcotráfico para atender las necesidades del mercado nunca ha dejado de satisfacerse. El asunto es de dónde viene. Dado que en Colombia se están reduciendo drásticamente los cultivos de coca, pues estos migrarán a un país en el que las condiciones sean más propicias. Por lo dicho, el Perú sería ese destino. Ello puede significar duplicar, en poco tiempo, las 61.777 hectáreas registradas en el 2020. La consecuencia obvia es la expansión del crimen organizado, con su secuela de violencia y corrupción.
Dicen que lo van a solucionar industrializando la hoja de coca. Es decir, creando un mercado que no existe y que, en caso fuese posible, tomaría años desarrollar. Si ello llegase a ocurrir, ¿qué le impediría a los cocaleros seguir ampliando los cultivos para abastecer a todos los mercados, legales e ilegales?
Si desde el Ejecutivo se plantea que la erradicación es mala, quienes están siendo objeto de ella tienen un incentivo para exigir que se detenga de inmediato. Por ello vemos la violencia en la carretera Interoceánica ante la erradicación en San Gabán (la mayor parte de ella, o en la zona de amortiguamiento o dentro del Parque Nacional Bahuaja Sonene).
Otro tema de seguridad y orden sobre el que quisiera llamar la atención es la negativa del uso legítimo de la fuerza para el cumplimiento de la ley en temas de orden público.
Si se bloquea el “corredor minero”, como viene ocurriendo por tercera vez desde que inició este Gobierno, la única opción posible es la del diálogo. Así, no hay ningún estímulo para que quienes impiden transitar dejen de hacerlo mientras se desarrolla el diálogo. Las Bambas, una de las minas de cobre más grandes del mundo, está ya al borde de no poder producir. El precio del cobre sube cuando hay menor producción. Nuestros vecinos chilenos nos mandarán una nota de agradecimiento por recibir más por su cobre.
Pero no solo eso, sino que también hay lotes petroleros impedidos de producir desde hace varias semanas y el tema ni siquiera aparece en una nota a pie de página en las preocupaciones del Gobierno.
Es crucial que los múltiples problemas que se vienen agravando con este Gobierno no nos distraigan de las inconsistencias en materias de seguridad que son peligrosísimas para la convivencia, el desarrollo y el medio ambiente.