Aunque hablar de derechas e izquierdas suene anacrónico, sirve siempre para sintetizar dos formas de entender, desde la naturaleza humana, cómo orientar las políticas públicas y el orden social.
Y es que, en simple, dicha dicotomía aún persiste. Por un lado, están quienes consideran al Estado el ente encargado de establecer las condiciones que permitan “nivelar la cancha” y ordenar el desarrollo económico, político y social de un país, planteando controles, estatizaciones y otros elementos de intervención. Al otro extremo están aquellos que, desde una visión más “liberal”, tienen una concepción más individualista, apoyándose en el diseño de instituciones económicas menos restrictivas, guiadas por incentivos y las fuerzas que producen las decisiones particulares. En corto: mercado, oferta y demanda, sistema de precios e instituciones que arbitren las diferencias.
Al final del cuento, es dicha polarización la que va facilitando u obstruyendo las motivaciones de empresarios, consumidores, burócratas, innovadores, y casi cualquier otra categoría de interacción económica.
Centraremos este debate en lo económico por una sencilla razón: hablemos del plano que prefieran, sea el medio ambiente, la cultura, la salud, la educación, la construcción de infraestructura o la implementación de un programa social, cualquier cosa implica recursos. Y, hasta donde sabemos, estos provienen de actividades económicas.
Regresando entonces al debate en cuestión, la mayor o menor actividad económica de un país refleja los márgenes de acción política y social a la mano. Es decir, con mayores recursos se pueden implementar mayores o menores sostenes sociales. En el escenario óptimo se debería buscar un equilibrio, donde haya incentivos para que los individuos con ideas o recursos apuesten a nuevas actividades que, a su vez, signifiquen mayores réditos fiscales que logren nivelar la cancha y establecer mejores servicios y obras públicas. Las utopías, sea en el extremo izquierdo (el socialismo) o en el extremo derecho (el anarcocapitalismo), ni tienen sentido teórico ni han funcionado.
Es en la búsqueda de dicho equilibrio donde saltan los problemas. Pero en la derivada, dicha polarización enmarca costos para los más necesitados. En ese sentido, nuestro país es un experimento natural perfecto: basta con comparar el sistema y los resultados previos y posteriores a las reformas estructurales de los 90. Que si debieron ser más amplias o más ambiciosas, hoy da lo mismo: el problema es que ya no aportan al crecimiento. Según datos del BCR, entre 1991 y el 2000 las reformas contribuyeron en 0,8% (promedio) al crecimiento en productividad; entre el 2001 y el 2010 dicha contribución bajó al 0,2% y entre el 2011 y el 2017 al 0,1%. Es decir, ya las reformas de los noventa dejaron de servir como promotor del crecimiento vía productividad. Y, como se sabe, países con baja productividad no crecen sostenidamente. Existe dicha identidad: mayor productividad, mayor crecimiento; menor productividad…
¿Cómo llegamos a este punto? Es sencillo: durante los últimos 23 años (se dejaron de hacer reformas en 1997), nuestra deriva institucional, sumada a un incremento sostenido de las microrregulaciones y a una ausencia casi total de reformas –económicas e institucionales–, ha pasado facturas. Muchas y costosas para los más pobres, por cierto.