Hay ideas que, a fuerza de repetición, con el tiempo pierden los matices y pasan a ser impenetrables, incuestionables. Su contenido verídico –por lo general, evidente– gana tanta luz que opaca contextos, excepciones y también esos pequeños e incómodos pliegues de los que está hecho el mundo real.
Una candidata a esta categoría es la siguiente expresión: “se debe promover que el Estado Peruano recaude más impuestos para proveer mejores servicios públicos”. Seminarios, entrevistas, documentos académicos, columnas de opinión, entre otros, parten de la premisa de que la afirmación es siempre válida, pues, a primera lectura, la frase sin duda es cierta.
En proporción al resto de la economía, la verdad es que el sector público nacional no tiene demasiados ingresos. La recaudación tributaria en los últimos años ha sido cercana al 16% del PBI, mientras que el promedio de América Latina y el Caribe se acerca al 23%, y en países de la OECD está por el 34%. De los 26 países de la región, el Perú se ubica en el puesto 21 en cuanto a ingresos tributarios como proporción de su producto. “¿Cómo se pueden pagar hospitales y mejores sueldos para docentes públicos si no hay plata?”, se preguntan con cierta justicia quienes abogan por una mayor recaudación.
El argumento, además, gana fuerza porque no todos pagan lo que les corresponde. Con la última información disponible, apenas 280 empresas –las más grandes– explicaban el 42% del total de la recaudación por renta empresarial (de tercera categoría). Según el MEF, la evasión del IGV llega al 36% y la del Impuesto a la Renta, al 57%. La informalidad ha crecido. El reclamo para que más personas y empresas paguen lo justo es plenamente válido.
Aún así, de todo ello no se sigue necesariamente que sea siempre una buena idea recaudar más. El motivo es bastante obvio. Para que se justifique la recaudación adicional, los nuevos ingresos fiscales debería ser mejor usados por el sector público –su nuevo dueño– que por las familias y empresas que los generaron –su dueño original–. Esa dimensión rara vez aparece en el análisis, pero es indispensable tenerla en cuenta, sobre todo ante la presencia de un aparato estatal dispendioso, ineficiente y, en no pocas ocasiones, propenso a la corrupción.
Aquí aparece la pregunta de fondo: si el sector público no puede gastar adecuadamente lo que ya tiene, ¿de verdad necesita siempre más ingresos? Solo en los últimos diez años, los presupuestos para los sectores Educación, Justicia, Salud y Orden Público se han duplicado. ¿Qué se consiguió a cambio? Y no es únicamente calidad del gasto: el año pasado se dejaron de ejecutar casi S/18.000 millones en inversión pública. Debería ser evidente, pues, que la prioridad está en gastar mejor lo que ya se tiene antes que en exigir adicionales a ciegas, como por acto reflejo.
Por lo demás, esto no es simplemente sacar de un bolsillo (privado) para poner en el otro (público). Más impuestos implican menos incentivos para producir y para trabajar, de modo que el tamaño de la torta disminuye para todos. Y en el proceso mismo de pagar impuestos también se queda una parte. La Sunat cuesta, las controversias y la incertidumbre tributaria también, y hay empresas pequeñas que pagan más por el contador para la Sunat que por el Impuesto a la Renta de fin de mes.
Nada de esto quiere decir, por supuesto, que no se deba pagar impuestos. El Estado tiene funciones básicas que cumplir y lo debe hacer con solvencia. Los ciudadanos y empresas, por nuestra parte, tenemos la responsabilidad de tributar lo que nos corresponde. Pero sí quiere decir que la forma cómo se recauda y la forma cómo se usan los impuestos importan. Cobrar más para el Estado no es un fin en sí mismo. Cuando estos matices se difuminan y se entra en la lógica de recaudar por recaudar, se pierden los incentivos para ganar eficiencia en el sector público al mismo ritmo de aquellos para trabajar y producir en el sector privado. Y, como resultado, todos terminamos peor que antes.