No cabe duda de que la institucionalización del Premio Nacional de Cultura era necesaria. Más aun cuando el reconocimiento no es solo nominal sino que trae un beneficio económico, pues no hay modo de hacer cultura si no se fomenta el trabajo de los que tienen el talento para dedicarse a producirla.
Todos sabemos que el descuido estatal en la educación y las limitaciones económicas de las universidades han hecho que sus mejores docentes abandonen sus carreras para poder vivir, migren al extranjero o, peor aun, caigan involuntariamente en la mediocridad. El caso de Gonzalo Portocarrero Maisch es una de las pocas excepciones. Académico e intelectual talentoso, ha trabajado y producido para el Perú de manera consistente, sólida y comprometida. Este es, por tanto, un premio absolutamente merecido. Constituye un ejemplo de lo que significa un reconocimiento justo que no es producto del amiguismo ni de la intención de crear vínculos institucionales.
La obra de Portocarrero no solo refleja requisitos fundamentales del mundo académico, como la investigación seria, la argumentación y la duda académica, sino que goza además de honestidad intelectual. En “Razones de sangre. Aproximaciones a la violencia política”, Portocarrero muestra lo difícil que puede ser para un intelectual producir con objetividad cuando los propios sentimientos están en juego. En la introducción, afirma respecto de su investigación sobre Sendero Luminoso que él “como la mayoría de los peruanos tenía miedo y odio. Como científico social, mi tarea era dar a los senderistas un rostro humano, pero esta exigencia chocaba con mis sentimientos”. Asimismo, en la segunda edición de su libro “Profetas del odio” manifiesta que inicialmente no fue capaz de elaborar la diferencia entre “sed de justicia” y “resentimiento” y siguió trabajándola. Estas afirmaciones reflejan la capacidad de autocrítica que le caracteriza (y que es uno de los más importantes rasgos de todo profesor universitario pero que, lamentablemente, escasea en nuestro medio donde el autoritarismo sigue predominando).
En su intención por comprender el Perú la obra de Portocarrero ha trabajado diversos temas, como la identidad nacional, la escuela, nuestro colonialismo, el senderismo, el criollismo y su inmoralidad, la transgresión, nuestra tradición de pensamiento, el racismo, el mestizaje, el poder, la cultura y la violencia. Ha producido un legado importante para comprendernos e intentar no repetir el pasado. En sus propias palabras: “La apuesta tiene que ser por aprender de la experiencia para liberarnos del pasado”. Un aprendizaje que parece no llegar, pero por el que Portocarrero sigue apostando.
Recuerdo ahora su preocupación por crear una memoria colectiva a raíz de la formación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Una memoria que nos permita integrarnos como sociedad a partir del cierre de ciertas heridas. El intento por construir un “nosotros” que también demora, en gran parte, porque no se quiere invertir en la educación, porque se prefiere la mediocridad a la calidad, la crítica lapidaria al esfuerzo, y porque no se quiere pensar ni leer. No debe extrañarnos, entonces, que muchos jóvenes de hoy no sepan sobre Sendero Luminoso ni lo qué pasó en el Perú y que Abimael Guzmán les sea un total desconocido.