Con el intento del régimen de Ollanta Humala de blindar a Martín Belaunde Lossio, se termina de cerrar el círculo que encierra a los políticos en el mayor desprecio ciudadano. Se consolida el estereotipo de todos ellos como corruptos y sinvergüenzas. Y, además, de que no hay salida para esta situación. Este juicio, que tiene mucho de verdad, conduce, sin embargo, a propagar la desmoralización y el cinismo, pues el ciudadano común radicaliza su desinterés en la política a la par que, careciendo de modelos de ejemplaridad, legitima sus propios actos de incumplimiento de la ley. Total: ¿quién puede tirar la primera piedra? Ni los políticos ni las autoridades del Estado tienen un ascendiente moral significativo.
Incluso, parece anunciarse un gran enjuague: el intercambio de impunidades. Se entierran las acusaciones contra Alan García levantadas por la megacomisión, nadie habla del caso de Comunicore y otros desaguisados de Luis Castañeda. Todos olvidan pedir explicaciones sobre cómo Alejandro Toledo pudo comprar inmuebles cuyo valor es mayor a todos sus ingresos; es decir, el Caso Ecoteva. Y, finalmente, nadie se inquietaría sobre las relaciones entre Belaunde Lossio y la pareja presidencial. Entonces, para completar el cuadro, solo haría falta el indulto o, al menos, el arresto domiciliario para Alberto Fujimori. La clase política y la ciudadanía entenderíamos entonces que aquí vivimos en un chiquero y, como todos tenemos rabo de paja, lo sensato es abstenerse de juzgar.
El proceso se extiende a las regiones. La ciudadanía, más indiferente que indignada, otorga su voto a quien promete o engaña con mayor convicción y acierto. Y el Poder Judicial y la fiscalía se muestran inoperantes, cuando no cómplices, en el tema de la corrupción. Esta dinámica propicia la extensión del crimen organizado y de la delincuencia común. Llegados a este punto, las reacciones espontáneas son las de “mano dura”, muerte a los delincuentes y, en relación con los políticos, decirles: “Váyanse todos”. Una reacción que sirve poco, pues, sencillamente, no se puede prescindir de la política. Entonces, el desafío es reformarla y no solo convertir a los políticos en los únicos culpables.
Hay gente genuinamente interesada en hacer política. Y debe ser una preocupación de todos que ese número de personas sea cada vez mayor y más capaz. Los políticos deberían tener las facilidades para desarrollar su vocación. Es cierto que hay una vocación de poder en la raíz del interés por la política, pero no todo deseo de poder tiene que ser intrínsecamente corrupto y narcisista. También puede haber sed de reconocimiento: ganarse el cariño de la gente haciendo justicia y logrando realizar los anhelos colectivos, expectativas vigentes entre jóvenes sensibles al llamado del ideal. Gente que tenga una gran capacidad de persuasión, un ánimo optimista que lleve a vislumbrar una realidad mejor.
¿Pero qué pasa con esas personas? En principio, deberían agruparse y formar partidos, hacer una carrera en las organizaciones políticas que los lleve a una posición de liderazgo, pero los principios funcionan poco en nuestro país. Lo más usual es que estas personas, al estilo de Fujimori, Toledo o Humala, funden organizaciones propias, basadas en alianzas con caudillos menores y en la contratación de portátiles políticas. Y para todo ello requieren del patrocinio de gente con recursos que dé dinero y apoyo logístico en la perspectiva de hacer una inversión: correr riesgos dando recursos que tendrán una mayor rentabilidad si son menores las posibilidades del candidato.
Allí está el germen de la corrupción. Los políticos, al margen de sus malas o buenas intenciones, tienen que entrar en asociación, en relación de cuasi complicidad, con inversionistas que los apoyan en el entendido que cobrarán con creces sus favores. Entonces, si reconocemos que la política es una actividad necesaria y muy costosa, y que no puede estar reservada solo a la gente de dinero, tenemos que concluir que la única salida es instituir un apoyo del Estado. Este debe reconocer la utilidad pública de contar con políticos honrados que no dependan del patrocinio de lobbistas y especuladores. Y este reconocimiento debe proyectarse, por ejemplo, en la concesión de fondos por concurso para organizaciones que se comprometan a elaborar proyectos sensatos que les permitan participar en política desde una posición de independencia respecto a intereses mafiosos.