“Pagamos nuestros tributos y vivimos como indigentes”. Esta contundente frase, pronunciada por un damnificado por el huaico, alude a la noción de una ciudadanía económica traicionada. Subrayando, además, la miseria física y moral que nos embarga. Porque más allá de los terribles errores –por no decir delitos penales– que han llevado a este megadesastre, la naturaleza se ha encargado de desnudar todas nuestras carencias. Desde la ineptitud de un alcalde que luego de tirar varios millones de dólares al agua insultó al presidente, hasta la precariedad absoluta que define la vida cotidiana de miles de compatriotas. Peruanos que, como nos recordó una vecina de la ribera del río Rímac, son seres humanos e hijos de un país rico y potente, aunque denigrado y maltratado de manera sistemática. Porque a estas alturas creo que resulta obvio lo poco que nos amamos y el ínfimo respeto que mostramos por esa naturaleza reverenciada por nuestros ancestros.
Es sabido que cuando la naturaleza habla los sabios guardan silencio, mientras que en el resto, aterrados por su lenguaje violento, afloran las pulsiones más primarias. De ello dio cuenta, hace poco, ese estridente “me zurro en eso” de una popular animadora reciclada en comentarista de noticias. Porque lo que venimos padeciendo –y de lo cual el huaico es la expresión más radical– tiene una estrecha relación con las endémicas zurradas cargadas de incompetencia, rapacidad, mala educación y falta de amor por el Perú. Empezando con las de nuestros gobernantes (uno preso y el otro fugado) hasta las perpetradas por los traficantes de tierras, los mineros ilegales, los funcionarios corruptos, los destructores del bien común y toda esa caterva de demagogos que ahora corren a ponerse las botas de goma para la foto de rigor.
Lo único que resulta viable en el Perú, dijo alguna vez Federico More, es lo inverosímil y lo imprevisible. La compleja historia de un país cuyo nombre nació de una confusión que, para sorpresa de muchos, logró imbricar lo occidental con lo indígena, se ha visto asociada al concepto del anteproyecto. El que, de acuerdo con Luis Jaime Cisneros, no alcanza a divisar el horizonte de su propia tarea, no alcanza a descubrir los caminos que son capaces de hacer viable un proyecto titánico, por nuestra diversidad y la vastedad de un territorio indomable.
La consecuencia de este vivir en anteproyectos constantes, de “voluntades intermitentes de realización”, podría explicar la sucesión de discontinuidades que, de acuerdo con Cisneros, caracterizan la historia del Perú. Una república de hombres visionarios que se ven constantemente desbordados por la coyuntura. Ese reino de la contingencia donde terminan sus días baleados por la espalda –como fue el caso de Manuel Pardo– o desterrados y con una inmensa pena en el corazón –como le ocurrió a José de la Mar–.
¿Será posible que un país fracturado por el embate de la naturaleza y desnudo en todas sus miserias y contradicciones pueda imaginar un gran proyecto nacional de cara al bicentenario de la independencia? “Yo escojo la esperanza”, afirma el hombre cuyo padre dignificó a los leprosos y al que la historia le ha asignado la tarea de liderar una labor monumental por no decir imposible.
Porque lo que tenemos al frente, luego de que el ciclo de huaicos termine, no es una reconstrucción, como Jorge Basadre denominó al período posterior a la Guerra del Pacífico. Lo que nos espera, si queremos actuar de acuerdo con la grandeza del país que nos vio nacer, es la construcción de las bases materiales, políticas e ideológicas de la república.
El plan urbanístico para el nuevo Perú deberá contemplar los valores de igualdad, justicia y democracia que definieron nuestra liberación del yugo español. Y para ello hay que tener recursos (con los cuales contamos), pero por sobre todo una visión de país y una actitud de servicio casi monacal. En breve, un amor entrañable por ese “bello durmiente” al cual se ha despreciado a lo largo de los siglos.
Y ese amor está surgiendo ante nuestros ojos y en medio del desastre. No hay más que ver a los miles de jóvenes voluntarios recibiendo y seleccionando donaciones en los centros de acopio, al personal de nuestras Fuerzas Armadas entregando sus vidas en el rescate de miles de compatriotas, a ese peruano llorando desconsolado luego de haber rescatado a sus dos perritos o a los que van al lugar de la emergencia llevando ayuda e ilusión a quienes más lo necesitan.
Hay tantas y tantas historias de generosidad y fortaleza que conmueven hasta las lágrimas. La de Evangelina Chamorro luchando contra la muerte por volver a ver a sus dos hijas es la más impactante. Por todo lo anterior, comparto la esperanza que mueve a nuestro presidente y a todo su gabinete. Un gabinete que puede encontrar en esta coyuntura la inspiración que le ha estado faltando para hacer de la empatía y el proyecto de reforma su dirección.
Si articulamos un proyecto innovador, a nivel material y cultural, será posible que finalmente encontremos el camino hacia ese destino grande que la historia, estoy segura, guarda para todos nosotros.