Una burbuja de gran espesor y mayor resistencia crece frente a nuestros ojos. Algunos sospechan que nació en “la mejor calle de San Isidro”, otros conjeturan que fue en la puerta errada de una oficina de la OEA en Washington DC. Mientras el tiempo transcurre, sus huéspedes desarrollan más anticuerpos. Antes era al ‘fact-checking’ y a las misiones de observadores internacionales. Recientemente han desarrollado inmunidad a los libros.
La bufonada en la librería Book Vivant de San Isidro no pasaría de una bochornosa anécdota, de no ser por la reincidencia del mismo bumerán marketero –y emblemático de la anticultura– que, previa e involuntariamente, colaboró con el éxito de “La Casa Rosada” o “La Cautiva”. Personalmente, sin embargo, rememoré algunos episodios más recientes, cuando decenas de personajes públicos utilizaron sus redes sociales –uno incluso malgastó, acostumbradamente, su columna de opinión– para intentar boicotear una tienda barranquina y Cusco, nada menos.
El hambre y la quiebra serían, bajo aquel intolerante teorema, la retaliación aleccionadora contra quien “votó mal”. Elevado a la potencia nacional, se trataría de un plan tan vil como incoar a que un banco central no mitigue la volatilidad en el tipo de cambio. Más doloroso que un cilicio. A hambrunas aprendí.
Pero las censoras de Dasso han dado un paso más allá. Su ‘vendetta’ no se sostiene en la pretendida superioridad de su sufragio. Es una realidad construida en la ficción. Es falso que las elecciones del 2021 se ganaron “con fraude”. Ni una sola prueba lo respalda. Y es una locura afirmar que Francisco Sagasti, un exrehén del MRTA, “apoyó a que los terroristas entren a la embajada de Japón”.
Tampoco es cierto que la ministra de Cultura, Gisela Ortiz, haya tenido relación con Sendero Luminoso, como mendazmente ha afirmado el congresista Montoya en una entrevista televisiva. Una acusación de terrorismo no puede apoyarse en la vaguedad de “declaraciones públicas de varias otras personas”, sin nombrar a una sola de ellas. Es una cobardía y un insulto para las víctimas del terror.
Uno puede comprender la preocupación que genera la presidencia de Pedro Castillo, cuyas pésimas decisiones –y otras tantas indecisiones– propiciaron un clima de desconfianza que se manifiesta en el alza de los precios, la caída de la moneda, y el menor peso de los bolsillos de los peruanos. Y también causan alarma la cercanía al poder de individuos como Vladimir Cerrón, Guido Bellido o Guillermo Bermejo, quienes, con cada declaración o tuit, dejan traslucir sus venas antidemocráticas. Pero no se puede defender –o alegar defender– la democracia y las libertades en riesgo sobre la base de mentiras y discursos como el del desconocimiento de un resultado electoral.
Fraude y terruqueo se han convertido en un binomio indisoluble de quienes desean vivir en una realidad alternativa, pero prefieren evitarse la fatiga que la discusión inteligente y el respeto a las instituciones democráticas demandan.
Y en la edificación de este zepelín de posverdad, lamentablemente, los medios de comunicación también aportaron clavos y martillos. Varios medios peruanos dieron cabida –o continúan dándola– a esa narrativa embustera y sin filtro. Alimentaron la pataleta, sin advertir al público de la ausencia de fundamento, soslayando su rol de intermediarios con los ciudadanos. Olvidaron que sus antenas, micrófonos e imprentas no están al servicio de cualquier turba enardecida, sino de la verdad. Y la verdad requiere verificación antes de la transmisión.
¿Cómo escapar de la burbuja? Un primer paso sería dejar de inflarla. Abrir el paso al diálogo entre quienes discrepan, por supuesto, pero pedirles sinceridad para conversar.