El advenimiento de la Edad Moderna tiene como elemento político distintivo el surgimiento de regímenes donde se delimitaron claramente los derechos de los ciudadanos frente al poder político, consolidándose la división de poderes.
La primera gran revolución fue la de los Países Bajos contra España, en el 1556. Las Provincias Unidas de los Países Bajos, más conocidas entonces como la República Holandesa, se habían convertido al calvinismo protestante, lo que los llevó a la guerra con el imperio católico del rey Felipe II de España. Pero, además de esto, las provincias de Flandes eran opulentas e industriosas y sentían que los tributos que pagaban a la corona eran excesivos.
La República Holandesa asumió su soberanía y los Estados Generales −el Parlamento− el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. A partir de la Declaración de Independencia del 1581, la creación de impuestos fue competencia exclusiva de los Estados Generales. La revolución holandesa del 1556 y la guerra de independencia de 80 años contra España, fue el germen de las grandes revoluciones democráticas en Inglaterra, Norteamérica y Francia.
Ciento treinta y dos años después estalló la revolución inglesa del año 1688, más conocida como “La Revolución Gloriosa”, donde se derrocó al rey Jacobo II mediante una conspiración urdida entre los parlamentarios “whigs” o liberales y el príncipe holandés Guillermo de Orange. El príncipe de Orange cruzó con un gran ejército a Inglaterra y en combinación con los parlamentarios liberales −descontentos con el régimen absolutista de Jacobo II y sus crecientes cobros de impuestos− puso fin al absolutismo monárquico en Inglaterra.
Al año siguiente, el Parlamento dio el “Bill of Rights”, la Declaración de Derechos de 1689. Tiene seis artículos, pero los dos primeros son fundamentales: “1. El rey no puede crear o eliminar leyes o impuestos sin la aprobación del Parlamento; 2. El rey no puede cobrar dinero para su uso personal, sin la aprobación del Parlamento”. La causa de la revolución era obvia.
Casi nueve décadas después, en 1773, unos colonos americanos en el puerto de Boston, disfrazados de indios americanos, arrojaron 342 cajas de té importadas por la Compañía de Indias Orientales Británica al mar, como protesta por los elevados impuestos a ese producto. Reclamaban diciendo “No taxation without representation”, no hay impuestos sin representación política.
Los impuestos ingleses no se aplicaban solo al té, sino a los impresos, la pintura, el papel, el vidrio, el plomo, entre otras cosas. La insurrección contra Inglaterra estalló en el año 1775 y en 1776 los Estados Unidos de América declararon su independencia. Al darse la Constitución de 1787, el artículo 1 de la Séptima Sección decía: “Todo proyecto de ley que tenga por objeto la obtención de ingresos deberá proceder primeramente de la Cámara de Representantes”. También el artículo 1 de la Octava Sección añade que “el Congreso tendrá facultad: para establecer y recaudar contribuciones, impuestos, derechos y consumos”. Sin duda, no hay impuestos sin representación política.
Irónicamente, la Francia de Luis XVI, que había ayudado militarmente a los norteamericanos hasta la victoria de estos sobre los ingleses en 1783, asumió grandes deudas por lo que los historiadores franceses llaman “La Guerra Anglo Francesa de 1778-1783″. El ministro de Finanzas de Luis XVI, Jacques Necker, convenció al rey para que convoque a los Estados Generales, para poder votar los nuevos impuestos que permitirían cubrir las deudas de la guerra.
Un delegado a esos Estados Generales, Emmanuel-Joseph Sieyès, expresó hábilmente el malestar de la burguesía francesa frente a la expectativa de los nuevos tributos, publicando un folleto titulado “¿Qué es el tercer Estado?”, donde expresa las causas del malestar de los burgueses: “1. ¿Qué es el tercer Estado? Todo; 2. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? Nada; 3. ¿Qué es lo que pide? Llegar a ser algo”. En el “Todo” del primer punto está lo esencial: los productores y contribuyentes. Lo demás, la asamblea constituyente, la revolución francesa, el terror y el nacimiento de la República Francesa, eso ya es historia conocida.
Cuando nuestros representantes discutan en el Congreso el pedido de facultades legislativas sobre materia tributaria del Gobierno de Pedro Castillo, no deben olvidar las causas de las cuatro grandes revoluciones emblemáticas de la Edad Moderna. Si abdican a la facultad exclusiva por la cual los impuestos se crean por ley del Congreso, como lo señala el artículo 74 de la Constitución, y se acogen al recurso excepcional de delegar facultades legislativas, y estas resultaran opresivas, recuerden que en la historia hubo revoluciones por impuestos.